Alicia
en el País de las Mentirillas,
por Fernando Villegas.
Si
acaso la carrera Presidencial norteamericana estuvo repleta de
bajezas, mentiras fenomenales, satanizaciones surtidas y un
despliegue mediático y escénico que habla del desprecio que la
oligarquía yanqui siente por el pueblo norteamericano, no menos
áspera, tonta y miserable será la nuestra. Como en Estados Unidos,
es demasiado lo que está en juego. No se trata sólo de opuestos
proyectos sino también de ambiciones; no se trata sólo de
ambiciones sino de supervivencia económica y/o política; no se
trata sólo de sobrevivir sino de sinecuras y de forrarse los
bolsillos para lo que reste de vida; por añadidura agréguense los
odios paridos que la izquierda -odiadora profesional- tiene por la
derecha y el desprecio invencible que la derecha -roteadora
profesional- siempre ha tenido por la izquierda. Así
entonces por un lado la NM y su amplia feligresía y clientela estará
dispuesta a prometer cualquier cosa para continuar en el poder,
mientras “la derecha” recurrirá a lo que sea para arrebatárselo.
Dicho
sea de paso, nótese cómo la izquierda en bloque y también de boca
de cada uno de sus próceres habla
no de ganar sino de “no entregarle el poder a la derecha”,
frase dicha con el tono rabioso de quien no desea entregar SU
propiedad a un demandante sin escrúpulos. No es misterio que esa
delicada sensibilidad no sólo se siente concesionaria vitalicia del
Progreso, la Verdad, la Justicia, los Derechos Humanos, etc., sino
además y principalmente se siente dueña del Estado, los cargos de
Gobierno ahora repartidos en escala mayúscula, los
negocios con el régimen, las boletas falsas, las asesorías
millonarias, los pagos bajo la mesa, los bonos, honorarios por
servicios etéreos y un largo catálogo de beneficios. Naturalmente
no quieren entregar nada de todo eso.
Extraterrestres
Ya somos testigos de los primeros finteos de la refriega y pronto lo seremos de los ofertones y las Nuevas Mentiras. Por el momento, como “petit bouché”, se nos ofrecen mañosos alardes de distorsión semántica y conceptual. ¿Qué otra cosa es, circulando como lo hace a borbotones en todos los pasillos del poder, en cada uno de los mentideros de la prensa, en los mesones de los vendedores de imágenes y en los labios de los tribunos, la expresión “caras nuevas”, siempre colmada de significaciones positivas? Con ella se pretende que el público, a menudo bastante ingenuo y no pocas veces bastante leso, asuma que las “caras nuevas”, esto es, los políticos recién llegados, traen necesariamente “ideas nuevas” y que estas, a su vez, necesariamente son mejores. Se nos pretende sugerir, además, que los problemas han derivado no de malas ideas sino de las malas prácticas de gente inadecuada por ser muy vieja o por no ser “caras nuevas”…
Ya somos testigos de los primeros finteos de la refriega y pronto lo seremos de los ofertones y las Nuevas Mentiras. Por el momento, como “petit bouché”, se nos ofrecen mañosos alardes de distorsión semántica y conceptual. ¿Qué otra cosa es, circulando como lo hace a borbotones en todos los pasillos del poder, en cada uno de los mentideros de la prensa, en los mesones de los vendedores de imágenes y en los labios de los tribunos, la expresión “caras nuevas”, siempre colmada de significaciones positivas? Con ella se pretende que el público, a menudo bastante ingenuo y no pocas veces bastante leso, asuma que las “caras nuevas”, esto es, los políticos recién llegados, traen necesariamente “ideas nuevas” y que estas, a su vez, necesariamente son mejores. Se nos pretende sugerir, además, que los problemas han derivado no de malas ideas sino de las malas prácticas de gente inadecuada por ser muy vieja o por no ser “caras nuevas”…
A
esas suposiciones y derivaciones se agregan, como complemento, las
contrarias; los políticos que no gozan la bendición de poseer
rostros desconocidos o poco conocidos serían sólo portadores de
“ideas viejas” a las que, por serlo, se las supone incapaces de
encarar “los desafíos del presente y del mañana”. A base de
dichos axiomas bien puede suceder -y en verdad ya sucede- que lo
propuesto por un político experimentado, no importa si es sensato y
lógico, automáticamente no valga nada, mientras lo que pueda
ofrecer un saltimbanqui sin otro mérito que lo novedoso de su
rostro, una barba revolucionaria o un puño en alto sea atendible
aunque consista en una payasada.
Si
acaso se requiriera darles a los extraterrestres una muestra del
grado de insensatez a que ha llegado la nación, sería precisamente
ese paquete de suposiciones. Insensatez, decimos, desde todos los
ángulos que se lo examine. Aun en tiempos revueltos debiera ser
obvio que el valor de las ideas radica en su grado de lógica y
verdad, no en su edad-calendario. Lo nuevo, en sí mismo, no
garantiza nada. Quizás hasta garantiza lo contrario de lo que se
asume. Bien decía Anatole France que los
políticos jóvenes “no aportan otra novedad que su inexperiencia”.
Y si acaso aportan algo de valor no es por ser nuevos sino por ser
inteligentes, condición que, como se ha hecho obvio, tampoco se
adhiere necesariamente a la juventud, así como la “experiencia”
no es tesoro exclusivo de la vejez.
De
ser válida esta ridícula constelación de axiomas tácitos o
expresos, debiéramos ya descartar la teoría de Einstein -más de un
siglo de edad- , la de Newton -cuatro siglos de edad-, la de Darwin
-va para los dos siglos de edad- y en cambio sustituirlas por
cualquier cosa de orden cosmológico o metafísico que predique o
profetice mañana alguna adolescente iluminada de Curacaví.
Los
profetas de la pampirolada semántica y demográfica son legión y
pululan en todos los sectores. Ya nadie recuerda quién inició esa
soberana necedad sobre la renovación entendida como “caras
nuevas”, hoy instalada como dogma; lo importante o más bien lo
desastroso es que lo repiten todos. Los repetidores sólo se
distinguen entre sí por el grado de notoriedad de la jaula que
ocupan en el zoológico político.
De ahí que el pecado derive de venial a mortal cuando es cometido, como lo cometen en estos días, Presidenciables y figuras de la Primera División de la política. Es el caso, me temo, de Alejandro Guillier. Recurrir a trucos de museo podría perdonársele quizás a Marmaduke Grove si el Señor nos lo conservara en salud, pero no calza con la postura de quien se presenta como la novedad del año. Guillier no puede, no debe, no debiera entonar la tonada que canta las loas de estas dos entelequias, la “calle” y los “movimientos sociales”. Guillier no puede, no debiera estar a la pesca de oportunidades mediáticas para deslizar socarrones comentarios de huaso ladino sobre Ricardo Lagos. No debiera, tampoco, siendo tan nuevo y flamante como cacarea que es, repetir clichés marchitos y peor aún, inanes, sobre los temas que ahora se vociferan.
La novedad sería, amigo y colega, que usara sólo y simplemente la razón. Creer como tal vez cree que “por ahora” puede y debe “gestionar un poco la verdad, pero después haré lo que crea conveniente” es un error. Más tarde, si es ungido, será demasiado tarde.
Ricachá, ricachá…
Digo
más: con todo el cariño que se le tenga a Guillier no puede sino
decepcionar verlo haciendo uso de trucos tan simplones como los
contenidos en esas cajas de magia para los niños. ¿Qué significa
eso de que usted proviene de los “movimientos sociales”? Creíamos
que provenía del periodismo. Esa expresión que nadie del sector
progre se ha dado la molestia de explicar, a saber, en qué consisten
y dónde y cuándo practican sus movimientos, adquiere un matiz extra
de pretenciosa vaciedad genealógica cuando se manifiesta “provenir
de ellos”. ¿Cómo “se proviene” de una frase sin contenido?
¿Por qué no nos dice ahora, Alejandro, que también es vocero de
los extraterrestres? No
sería mucho más fantasioso y no sería menos mediático. Podría
perfectamente caber en su “plan de medios”. Podría decirnos que
los marcianos llegaron ya y llegaron bailando el ricachá.
Lagos peca parecido pero quizás peor porque se espera otra cosa de tan consagrado Estadista, no súbitos guiños hacia los marchantes de “No+AFP”, no guiños hacia los nenes tomadores de colegios, no otra tanda de guiños a todo lo que se predica y grita hoy, en la calle, en calidad de doctrina revelada. ¿Qué clase de política podemos esperar si estos, los hasta ahora únicos contrincantes de la izquierda, se conducen de ese modo? ¿Si se reprochan estar o no “en sintonía” con la calle?
Y en fin…
Finalmente,
en la derecha tenemos a Piñera, su probable, presunto y vacilante
candidato. Para pasmo de algunos también sacó a relucir hace unos
días el tema de la sintonía. Sintonía con la gente, dijo,
afirmando que Lagos no la tenía. ¿Con qué gente es políticamente
correcto tenerla esta semana?, se pregunta el ciudadano. ¿Con
Messina? ¿Con Navarro? ¿Con la Vallejo? ¿Con los escolares? ¿Con
doña Juanita? Y en todo caso, ¿quién comprobó si esos u otros
grupos están tan cerca de la verdad que vale la pena estar en
sintonía con ellos? Exijo una explicación.
Destino,
por Adolfo Ibáñez.
Trump
ganó en Estados Unidos. En el plano de las relaciones políticas, a
nosotros no nos va ni nos viene. Simplemente porque seguimos siendo
del montón, ya que no nos gusta ser más. Y así dependemos de
las burocracias del Departamento de Estado y de la CIA, y no de las
altas instancias políticas que se renuevan con las elecciones. Estos
organismos, para el nivel nuestro, se manejan solos y por aparte de
los Gobernantes elegidos. Y ya sabemos sobradamente cuán ignorantes
y desatinados han sido. Me refiero a las personas en que se encarnan
y que son los que dictaminan protegidos por el paraguas de constituir
el Gobierno de los Estados Unidos. Son oscuros individuos del
establishment , cuyos nombres difícilmente llegaremos a conocer.
Trump ganó porque se puso en la vereda opuesta a ellos, con lo que obtuvo el respaldo del huaserío norteamericano, que es precisamente el grueso de la gente que no vive en las costas este ni oeste. Ellos pudieron votar y decirles ¡basta! Están hastiados de que los ninguneen y pasen a llevar sus esfuerzos y su estilo de vida heredado de los siglos. Nosotros, en cambio, no tenemos derecho a pataleo y tendremos que seguir tragándonos las iluminadas recetas de aquellos conductores, maestros en el arte de moverse en el claroscuro de los subterráneos. Como son "progresistas" están convencidos de que sus brillantes ideas configuran el futuro de la humanidad, lo que les autoriza y legitima todas las barbaridades y crímenes que se les han conocido a través del tiempo. Actúan mediante la imposición y, por lo mismo, se llenan la boca con la palabra democracia y continuarán impunes a pesar de Trump y de cualquier otro.
El problema de ser chicos y, peor aún, de no querer ser grandes, es que nos condenamos de por vida a depender de esos individuos secundarios y déspotas. Solo nos puede sacar de este hoyo negro un grande y no estridente acuerdo nacional, tácito y mancomunador: algo así vivimos hace cuarenta años y eso nos permitió alejarnos de las frustraciones a que nos habían llevado el populismo y las maquinaciones de corto alcance de mediados del siglo XX, y que hoy dominan en los estamentos que nos Gobiernan. Pero difícilmente el presente nos acompaña para tamaña empresa. Carecemos de líderes y de un marco institucional adecuado que encaucen los esfuerzos y eviten el desperdicio de energías a que nos llevan las hebras de espíritu barroco que tenemos en nuestro ADN. Estas son renuentes a la disciplina y la tenacidad que requiere la conquista del futuro.
Insultos
y falsedades,
por Axel Buchheister.
UNA
DE las imágenes de la semana fue la dirigente de la CUT Bárbara
Figueroa, gritando improperios al Ministro de Hacienda desde la
galería de la Cámara de Diputados, con ocasión del trámite del
proyecto de Ley que otorga un reajuste de remuneraciones al sector
público.
Ciertamente que impresiona que una dirigente de una central sindical
pueda perder a ese nivel los estribos, y en el lugar que es símbolo
del debate democrático.
Pero
hubo otro incidente similar: un dirigente increpó en la calle al
Ministro del Interior por la misma causa, argumentando que “la
gente se está cagando de hambre”. Y que resulta más
desconcertante que el anterior, porque lo que dijo el dirigente es
falso. No es cierto que la gente en Chile se esté muriendo de hambre
y menos los funcionarios públicos, cuyas remuneraciones han
aumentado sistemáticamente en términos reales desde hace mucho
tiempo. Más aún, el país ha avanzado en los
últimos 35 años en reducción de la pobreza e incrementado el
bienestar general en niveles antes desconocidos, y que no tienen
igual en Latinoamérica.
Lo
grave está en que ningún político sale a desvirtuar aseveraciones
extraviadas como esa y, entonces, queda la sensación que son reales.
Una
sensación que pasa a constituir la base del debate y las decisiones
que se adoptan.
Despejados
los argumentos sensibleros y las descolocaciones, lo que ocurre es
que los funcionarios públicos quieren ganar más por lo que hacen,
pretensión que todos tenemos. Pero los ciudadanos tenemos derecho a
preguntarnos si se lo merecen, si prestan mejores servicios y han
hecho más en nuestro beneficio, como para ganarse una mejora de
remuneraciones. Habría
que preguntarles a los chilenos si los atienden mejor y en menos
tiempo en los consultorios de salud, en el Registro Civil o las
Municipalidades; o si cuando fueron víctimas de un delito el Fiscal
a cargo de su caso hizo algo por aclararlo.
Si se hiciera una encuesta al respecto, no es muy probable que las
respuestas fueran positivas. Por eso es que los dirigentes sindicales
en vez de exhibir logros al momento de pedir más plata, prefieren
recurrir al improperio o a la imagen lastimera para fundar sus
“reivindicaciones”. Y los chilenos pisamos el palito, quejosos
y solidarios como somos, sin darnos cuenta que con nuestro esfuerzo,
a través de los tributos, pagamos los sueldos de los funcionarios
públicos y que no siempre recibimos los servicios a que tenemos
derecho, o en calidad, tiempo y forma.
Que
hay problemas en ese ámbito y que es indispensable mejorar, lo han
reconocido diversas Leyes que han fijado bonos a los funcionarios por
cumplimento de metas individuales y por servicio público. Leyes
que se han visto defraudadas cuando abundan los antecedentes,
incluidas recientes notas de prensa, que muestran cómo ellas se dan
por cumplidas sin más y con altas calificaciones para todos,
pagándose los incentivos a casi la totalidad de los funcionarios en
todos los servicios. Lo cual contradice,
también, la Ley de las probabilidades y la evidencia más palmaria.
Pero como nadie va a hacer nada, las reivindicaciones serán cada día
más violentas, porque queda demostrado que es lo que funciona.
La
rebelión de John Wayne,
por
Joaquín García-Huidobro.
En
"Nashville" (1975), la película de Robert Altman, se
presenta una ácida sátira de la América profunda. La historia, que
gira en torno al mundo de la música country, tiene como telón de
fondo la omnipresencia de un candidato Presidencial contrario al
sistema, un hombre que hace toda suerte de propuestas extravagantes,
pero que concita el interés popular. La mirada de Hollywood sobre
esa gente es muy parecida a lo que hemos visto estos días cuando se
juzga el apoyo rural y de clase baja a Donald Trump. El mundo del
espectáculo coincide de manera unánime con el de Harvard y Wall
Street: "solo unos blancos incultos, xenófobos y resentidos
pueden votar por un payaso semejante"; "la humillación que
sufrieron con el afroamericano Obama fue inmensa: ahora movieron
todas sus fuerzas para no ser Gobernados por una mujer"; "¿cómo
no ven aquello que para la GCU es tan evidente?".
Estas explicaciones tienen una ventaja enorme para los izquierdistas y liberales de todo el mundo: son sencillas, monocausales y, lo más importante, dejan a quienes las formulan en un sitial de superioridad moral que les permite digerir esta gigantesca derrota. El problema es que son falsas, o al menos muy insuficientes.
¿Será verdad que a los votantes de Tennessee, Florida, Alabama o Kansas no les resultaban molestas las declaraciones machistas y xenófobas de Trump? ¿Es efectivo que son incapaces de ver aquellas cosas que a muchos de nosotros nos parecen detestables, porque el resentimiento les nubla la mirada? En el mundo hay gente mala y gente tonta, pero hay que tener cuidado a la hora de atribuir lo que nos desagrada solo a la maldad y estupidez de quien piensa distinto.
Quizá no sean bajas pasiones o torpeza intelectual lo que explique que 59.791.135 norteamericanos hayan votado por Trump: tal vez sea algo más noble y profundo. Está claro que esos votantes no leen The New York Times, ni tampoco siguen las instrucciones electorales impartidas con tono aleccionador por The Economist y el resto de la prensa anglosajona. En sus veladores está más bien el Reader's Digest; cuando quieren desarrollar sus talentos abren las páginas de Popular Mechanics. Sus sueños se hallan más cerca de John Wayne que de Woody Allen. En el pasado, esa gente muchas veces ni siquiera concurría a votar, no por falta de sentido cívico, sino porque mantenía una fe del carbonero en un sistema que parecía funcionar por sí solo. Y cuando votaban, en general lo hacían por el Partido Demócrata.
Sin embargo, desde hace algunas décadas, ese mundo se les alteró por completo, porque el Partido Demócrata de Hillary Clinton nada tiene que ver con el de Thomas Woodrow Wilson, Franklin Delano Roosevelt o Lyndon Johnson. Ya no es una agrupación que represente a la clase obrera: la reemplazó por un discurso sobre minorías más o menos exóticas; por una corrección política cuya creciente sofisticación alcanza el límite de lo risible, y por una pedantería intelectual que deja al norteamericano medio como un individuo moral y cerebralmente subdesarrollado.
Pero ese obrero de Ohio o ese almacenero de Arkansas no merecen un trato semejante. Sus abuelos dieron la vida en Okinawa o Montecassino para asegurar que en Occidente gozáramos de democracia y libertad. Su padre se mató trabajando para sacar adelante una familia: pagó los impuestos, cumplió la Ley y dedicó muchas horas de su vida a actividades de voluntariado. Y él constata decepcionado que el ingreso per cápita de los EE.UU. ciertamente ha mejorado, pero solo en promedio, gracias a que los demócratas de nuevo cuño se llenan los bolsillos en Manhattan. En cambio él no logra, ni de lejos, vivir mejor que su padre. Para colmo, Obama al menos era simpático, pero Hillary y los suyos son terriblemente arrogantes. La reacción de los derrotados no hace más que confirmar la molestia de los votantes de Trump: han mostrado ser unos pésimos perdedores, lo que parece ser en la actualidad un mal bastante generalizado en la izquierda. Y hasta el propio Trump abandonó por unos días sus bufonadas y dio algunas muestras de grandeza, lo que los deja todavía más mal parados.
Nos guste o no, lo que millones de norteamericanos dijeron el lunes pasado se podría expresar con una canción de Bob Dylan: "Ustedes, señoritos y señoritas/ No van a Gobernar mi mundo/ No van a Gobernar mi mundo".
Esto no es resentimiento, sino una explicable protesta.
La
febril ingeniería social,
por Sergio Melnick.
EL
SOCIALISMO es una versión moderna de la monarquía, transformada en
un Estado omnipotente, lleno de aparentes virtudes, que “sabe” lo
que es bueno para las personas. Una burocracia implacable se encarga
de definir la vida de las personas y de perseguir a los adversarios
del régimen. Hoy lo vemos en Corea del Norte, en Cuba, en Venezuela,
y lo vimos en la Unión Soviética. Cada
cual instala siempre su propio monarca implacable, y el poder se hace
hereditario. Así se hace la ingeniería social.
El
caso del Transantiago fue así. Un Presidente grandilocuente mandató
un diseño de escritorio definiendo cómo sería el “ideal” de
transporte público asumiendo que era muy bueno para las personas
caminar diez cuadras para
llegar al transporte y otros supuestos así. Además, este increíble
diseño no le costaría un peso al Estado. El resultado ya lo
conocemos.
Revisemos
algunas iniciativas de nuestra izquierda. Por ejemplo la propuesta
delirante de sacar la sal de las mesas de los restaurantes por Ley.
Es decir, el Estado me tiene que cuidar a mí
de mí mismo porque todos somos idiotas. Otra
cosa es cuando mi comportamiento afecta a otro, en que es evidente
que debemos regular. Por ejemplo el cigarro en lugares comunes.
Otro
ejemplo, patológico, es tratar de regular las tareas de los niños
por Ley. Es simplemente de no creer. Esto va
asociado a la aspiración de tener solo educación pública, con
programas comunes desde luego definidos por burócratas iluminados.
Esto también va acompañado por el intento de controlar las
universidades Estatales, fijar los aranceles como si todas fueran
iguales, definir los cupos, etc.
En
estos días hemos visto a los iluminados tratar de regular los happy
hour. De antología. Una cosa es el manejo bajo efectos del alcohol,
otra muy diferente es el comportamiento privado. En ese sentido ya
hay impuestos que gravan el alcohol. Subir por Ley los precios por
contenido de alcohol termina en que la población consume licor de
peor calidad.
Hace
un tiempo vimos un Parlamentario tratando de castigar los memes. En
las últimas elecciones Municipales salió un “edicto” de la
autoridad electoral, tratando de prohibir la propaganda en redes
sociales en los últimos días de campaña. La sola idea de que ello
se podría regular nos muestra la actitud de la autoridad. En este
caso era un impulso que provenía del alma de un monarca reprimido,
pero era algo técnicamente incontrolable. El
edicto se tuvo que retirar rápidamente.
Igual
que en las monarquías, el socialismo sube los
impuestos cada vez que puede, en aras de “hacer el bien común”,
pero lo que vemos es una burocracia que engorda y se queda con los
recursos. El Gobierno actual ha aumentado en decenas de miles los
empleados Estatales y ha aumentado por cientos de cientos los
asesores. La clase política (la nobleza) Legisla para ella misma.
Recientemente aumentaron en un tercio los títulos nobiliarios
(Parlamento), para no afectar a los incumbentes.
Y estos se sienten obligados a hacer iniciativas legales, todas
tratando de regular las vidas de las personas.
El
camino de las concesiones que permitió avanzar decididamente en la
infraestructura nacional, fue vetado por el Gobierno iluminado,
porque ellos lo harían mejor. Pero nunca es así. Primero no hay
recursos (una de las razones para las concesiones), y segundo porque
siempre sale más caro y se demora más. Pero
claro, los trabajos y contratos los administra la monarquía y
compran voluntades.
Ahora
han decretado la nueva restricción a los catalíticos, para que
circulen menos autos, sin considerar que el Metro está saturado y el
Transantiago es muy malo. Cualquier solución del transporte público
demora años, la restricción es inmediata. Entonces
finalmente crecerá el número de autos. El “ideal” del burócrata
iluminado es que usen las bicicletas, porque es “bueno” para las
personas. Por cierto Uber les irrita porque es eficiente, es bueno de
verdad, es bueno para los usuarios, y apunta al siglo 21.
Otro
ejemplo reciente fue la publicación acerca de la sexualidad, hecha
por la autoridad Comunal y central (Ministerio de salud) que indica
cómo debe enfocarse la educación sexual de los niños. Jamás le
preguntaron a los padres, y la publicación se transforma así en un
mandato oficial en los colegios que controla esa Municipalidad.
Imagínense cuando controlen todos los colegios del país.Todo
esto va siempre acompañado con una campaña de demonización del
emprendimiento y los empresarios, el uso de la retroexcavadora cada
vez que es posible y el uso del aparato Estatal para perseguir a los
adversarios como ha ocurrido en estos años de Gobierno.
La
evidencia muestra que el socialismo fracasa ahí donde se intenta
porque el ser humano no es una máquina fácilmente programable, como
dicho modelo requiere, y porque los funcionarios públicos son
igualmente humanos que el resto, con los mismos males y virtudes.
Trump
como oportunidad,
por Sergio Urzua.
Ni
varios días en la apacible Medellín, ciudad desde donde escribo
esta semana, han podido despejar el pesar que me significó la
elección de Donald Trump como el Presidente de los Estados Unidos.
Es que simplemente no lo vi venir. Nunca me imaginé que el pueblo
norteamericano podría elegir a un candidato que durante la campaña
denigró a los inmigrantes; ofendió a mujeres, latinos y negros; se
burló de los discapacitados; mostró mínimo respeto por la
diversidad religiosa; cuestionó a veteranos de guerra y a sus
familias; alabó los liderazgos de Putin y Kim Jong-un; se entusiasmó
ante el apoyo de David Duke (líder del Ku Klux Klan) y la lista
sigue. Está bien, Hillary Clinton nunca fue la contrincante que
se esperaba. También podemos convenir en que la crisis económica
del 2008 significó un remezón mayor al documentado sobre la clase
trabajadora norteamericana. ¿Pero Trump? ¿En serio? Como
sea, la democracia me probó profundamente equivocado.
Pero a pesar de las buenas razones para estar decepcionado, me costó algo de tiempo entender el real origen de mi pesadumbre ante el resultado. La clave me la dio un colega en Colombia. Luego de escucharlo exponer respecto de las consecuencias económicas del inesperado rechazo democrático al acuerdo de paz con las FARC, me acerqué para preguntarle: en el plano personal, ¿cuánto te afectó el resultado? Su respuesta fue iluminadora: "Lo más complicado fue explicárselo a mis hijos". Allí también la raíz de mi aflicción con Trump.
Me explico. Sucede que por meses el personaje fue tema de conversación de la familia. No solo dio material para poder explicar a los niños el significado del populismo y la demagogia, sino también se transformó en un efectivo ejemplo para discutir la importancia de que las sociedades realicen esfuerzos importantes para asegurar el respeto a la diversidad y la tolerancia, desterrando el racismo, sexismo y xenofobia. ¿Cómo explicar entonces a los críos que el mismísimo personaje terminará, ¡por decisión popular!, transformándose en el hombre más poderoso del planeta? ¿No significa el resultado un cuestionamiento al sistema democrático? Y si la mayoría de los norteamericanos no se complicó con sus exabruptos e insultos, ¿no será que nosotros, los padres, estábamos equivocados?
Es precisamente en la posibilidad de que los niños se hagan legítimamente estas preguntas que la elección de Trump debe ser vista como una oportunidad, más que como una amenaza. La decepción no puede callarnos. Ahora más que nunca es necesario continuar el diálogo familiar respecto de los principios básicos que sustentan las sociedades democráticas modernas. Discutir, por ejemplo, los pilares que han permitido que desde el retorno a la democracia Chile haya evitado la tentación del populismo y cómo existen señales de que el blindaje está cediendo (¿no escuchó las groserías de la Presidente de la CUT al Ministro de Hacienda?). Así, aunque moleste, discutir lo que significa Trump es la mejor forma de evitar cualquier entusiasmo con su figura. No será fácil, pero hay que hacerlo.
Desfiladero,
por Max Colodro.
La
Nueva Mayoría llegó esta semana a un innegable punto crítico;
expresión de una espiral de deterioro al parecer ya sin retorno, y
de la que el Gobierno es sin duda víctima y factor constituyente.
A la impopularidad instalada desde hace demasiado tiempo como una
constante, se agregó ahora la humillación electoral vivida en la
reciente contienda Municipal, configurando un cuadro de desorden y
ausencia de liderazgo inédito desde el retorno a la democracia. En
los hechos, los partidos iniciaron una guerra de trincheras para
intentar salvar algo del naufragio; mientras La Moneda sólo ha
podido confirmar en estos días que no posee ni un mínimo de control
predictivo sobre su coalición. Por
su parte, frente a lo que seguramente considera ya inexorable, la
Presidente Bachelet optó una vez más por refugiarse en el último
rincón de la estratósfera.
El
proyecto de reajuste para el sector público se quedó por segunda
vez sin el respaldo suficiente de la coalición oficialista, abriendo
una escalada de recriminaciones cruzadas donde el PC terminó siendo
un espléndido chivo expiatorio. Los Ministros
del comité político de nuevo confirmaron su absoluta ingravidez, al
tiempo que los Presidentes de partido volvieron a ilustrar que son
Generales sin tropa. En rigor, la confianza y
la lealtad dejaron de existir en el oficialismo;
el compromiso con el proyecto común está muerto y enterrado,
mientras la Mandatario transita a vista y paciencia de todos por la
dimensión desconocida.
En
síntesis, el país está siendo testigo de un hecho inédito: el
progresivo desmoronamiento de los pilares de un proyecto político.
La Nueva Mayoría colapsa ante nuestros ojos
en una espiral de descomposición sin precedentes. Y aunque resulte
paradójico, el único activo político que le queda al Gobierno es
la ‘responsabilidad Fiscal’ defendida por el Ministro Valdés,
que sigue intentando no perder el control de su agenda, amparado en
el enorme riesgo que supondría su renuncia en caso de sentirse
desautorizado.
La Presidente Bachelet no tiene entonces margen de maniobra y los partidos están forzados a obedecer, aunque insistan en rechazar con sus votos en el Congreso aquello que el Ministro de Hacienda se esfuerza por mantener incólume. En efecto, es una increíble ironía para una coalición que justificó su existencia en un programa de reformas estructurales, tener hoy como último umbral político la sensata intransigencia del Jefe de las finanzas públicas.
Pero
los costos están siendo enormes: la paralización del sector público
ya tiene a varias Regiones del país con emergencia sanitaria
producto de la acumulación de basura; y son decenas de miles las
cirugías y consultas médicas que deberán ser reprogramas. A su
vez, el divorcio entre el Gobierno y la Nueva Mayoría -y entre los
propios partidos- escala hasta el punto de lo irreparable. En
definitiva, la parálisis de La Moneda y el ‘bullying’ observado
en estos días entre los dirigentes oficialistas sólo evidencian que
el proyecto político encabezado por Michelle Bachelet es hoy, a
duras penas, un cadáver humeante.
Mientras tanto, la derecha simplemente toma palco, observando sonriente como sus adversarios en el poder le hacen buena parte del trabajo.
Proceso
kafkiano,
por
Cristián Labbé.
Muchas
visitas recibí, presenciales y virtuales, mientras estuve privado de
libertad en una unidad militar de Valparaíso. Acompañado por la
tranquilidad propia de la consciencia en paz, las visitas se sucedían
unas a otras: incluso gente que no conocía, enterada por la prensa,
llegaba a expresarme su apoyo. En mi fuero interno no lograba salir
del asombro por las horas vividas. Había sido sacado de mi casa a
las cinco de la mañana por agentes de la policía, por disposición
de un Ministro de la Corte de Apelaciones, y trasladado en
calidad de detenido al puerto. Pensaba en lo absurdo de la situación
cuando mi celador me dijo de nuevo “Coronel, lo viene a ver….”
En
ese momento, en la Corte, se alegaba mi libertad. Mi mente acompañaba
y daba fuerza a mi abogado, y no sabía si el amigo que llegaba a
verme venia de allá o conocía los alegatos.
…
Increíble, impresentable, asombroso… -partió
diciendo, junto con estrechar mi mano.- Nadie podría creer lo que he
visto y escuchado. Es una vergüenza, por suerte dejaron entrar a la
prensa para que así compruebe lo endeble de la acusación. No logro
entender cómo se da una situación así en nuestros Tribunales de
Justicia… Se habla de ti como del “Teniente Labbé” y tu
abogado muestra el registro militar donde dice que tú eras Capitán…
Por si fuera poco, te sitúan en Santo Domingo, ¡y la hoja de
servicios dice que en esas fechas estabas en Valdivia…!
A esas alturas era tal la indignación de mi visitante que temí le diera a él el infarto que debió darme mí por lo vivido.
Traté
de calmar su indignación e incredulidad explicándole que teníamos
pruebas irrefutables de que todo eso consiste en un montaje, que la
causa recién se había abierto el 2015, cuarenta y dos años después
de ocurridos los presuntos hechos, que el denunciante es un dirigente
sindical por todos conocidos como un ácido activista de izquierda,
que la única “prueba“ es la declaración de ese siniestro
personaje y que si el ministro hubiese sido un poco más prolijo e
investigado lo mínimo, se habría dado cuenta de que era imposible
que esos hechos ocurrieran.
Lo
escuché en vivo y en directo, en la sala -prosiguió-, e incluso vi
el asombro de los periodistas al oír a tu abogado (uno exclamó…
¡impresentable!)… -Mi buen amigo se tranquilizó un poco antes de
agregar: -No sabes cómo recuerdo el caso del capitán Alfred
Dreyfus, que durante años conmocionó a la sociedad francesa y marcó
un hito en la historia de las injusticias. Su proceso se convirtió
en símbolo universal de la iniquidad. Su inocencia fue reconocida
por una sentencia que anuló el juicio y lo rehabilitó,
reintegrándolo al ejército con el rango de Comandante. ¡Decisión
inédita, única en la historia del derecho francés!
Lo
interrumpí: ¡Lo que estamos viviendo es “kafakiano”,
literalmente!
Y
le conté que la noche anterior, analizando la situación con un
amigo escritor, recordamos la novela de Franz Kafka, “El
proceso” (Der Prozess), publicada en 1925, donde Kafka cuenta que
el personaje Josef K. es arrestado una mañana por una razón que
desconoce. El autor nos relata que el protagonista se adentra en una
interminable pesadilla para defenderse de algo que nunca se sabe qué
es. Josef K. es sujeto de un asfixiante procedimiento Judicial que
poco a poco se apodera de su vida y es espectador de extrañas
situaciones…
Hice
una pausa y le leí a mi visita lo que tenía anotado en una
servilleta… (Las primeras líneas de El Proceso, de Kafka)
…”Alguien
debió de haber calumniado a Josef K., porque sin haber hecho nada
malo, una mañana fue detenido” (Kafkiana coincidencia).
El
turno del PC,
por Jorge Navarrete.
LA
SEGUNDA derrota del Gobierno en la votación del proyecto de Ley
sobre el reajuste del sector público, abrió una nueva teleserie al
interior de la coalición oficialista. De hecho, ese papel que solo
parecía reservado para la Falange -el de víctima incomprendida,
cuyos esfuerzos y lealtad nunca son valorados por los demás- fue
ahora interpretado por Teillier y su elenco. Ofendidos, acosados e
incluso traicionados, fueron algunas de las palabras con que se
reaccionó a la declaración efectuada por el resto de los
Presidentes de partidos en la Nueva Mayoría, que reprochaban al PC
haber violado un importante acuerdo.
Y
aunque es cierto que también otros Parlamentarios del oficialismo
votaron en contra del mentado proyecto de Ley, el PC lo hizo en
bloque y de manera institucional. Las razones
públicas que han dado para tal decisión oscilan entre alambicadas
interpretaciones sobre el guarismo para calcular el reajuste, hasta
la forma en que se desalojó el hemiciclo; donde, como si el bochorno
fuera poco, Bárbara Figueroa montó un espectáculo aparte,
refiriéndose en durísimos términos a la madre del Ministro de
Hacienda y haciendo una referencia despectiva a una supuesta
orientación sexual de este último (¡flor de progresistas!, dicho
sea de paso).
¿Qué
hay detrás de este calculado movimiento del PC? En corto y preciso,
nada muy distinto a lo que hizo la DC hace un par de semanas atrás.
Los
resultados de la última elección Municipal vinieron a confirmar el
delicado momento por el cual atraviesa el Gobierno, la Nueva Mayoría
y su proyecto político, cuya aprobación ciudadana es la más baja
desde que se recuperó la democracia; y, de no producirse un cambio
significativo, pareciera haberse también hipotecado la posibilidad
de proyectar esta administración y la coalición que la sustenta.
En dicho escenario, los partidos y sus principales dirigentes comenzaron a vislumbrar lo que se viene. Tanto el PC como la DC, aunque por las fronteras opuestas de la Nueva Mayoría, intuyen que deben reconectar con sus respectivos electorados, los que a ratos se sienten desconcertados y abandonados por la conducta de estas dos históricas tiendas políticas. Hay también una disputa interna para el caso que se quiera preservar esta alianza o lo que quede de ella, donde el PC no percibe con buenos ojos este renovado esfuerzo de la Falange por recuperar el control e influencia en su coalición. En efecto, y especialmente de cara a una posible derrota electoral en la próxima elección presidencial, los partidos de la Nueva Mayoría tendrán que refugiarse en el Congreso; todo lo cual hace muy relevante la negociación interna de los pactos y sub pactos.
Y
esa es la razón por la cual perro que labra no muerde. Todos saben
que el abandono unilateral de la coalición, especialmente si ésta
subsiste para los demás partidos, es un suicidio político que puede
relegarlos a la total irrelevancia. Y en política los principios y
convicciones son importantes… pero no tanto.
Y
no, y no, y no,
por
Gonzalo Rojas.
Hay
gente que se acostumbró a decir que no.
Como si el arcoíris aquel del 88 les hubiese cegado la vista, como si les hubiese impedido toda mirada positiva.
En los últimos días, esa negación se ha encarnado en dos consignas de amplia difusión y masiva convocatoria: "no más AFP" y "no al reajuste propuesto por el Gobierno para el sector público".
Los No del primer movimiento fueron múltiples el viernes pasado: "no vayas a clase, no mandes a los niños al colegio, no uses transporte público, no compres, no hagas trámites, no vayas a trabajar...". El segundo grupo fue más sencillo, pero no menos directo: "no aceptaremos un reajuste miserable", consigna respaldada por el unánime rechazo parlamentario, ese insólito No a la proposición Gubernamental.
Y no, y no, y no.
Pero, ¿hay algo de positivo detrás de tanto no?
Si se quiere encontrar una fuerza, un motivo, una afirmación, si se quiere ir sinceramente al grano de tanta negación, no queda otra que reconocer la motivación última de esa negatividad: el egoísmo.
Sí, el egoísmo, porque la energía que despliega este vicio es fuerza potente, por devastadora que sea.
En el nombre de la solidaridad previsional, los organizadores de la revuelta se niegan a todo diálogo, a toda mejoría del sistema, a toda negociación civilizada; y, a su vez, en el nombre de la calidad del servicio público, los gestores del paro de funcionarios se niegan a la aceptación de sus responsabilidades, así como de sus deficiencias, sus limitaciones y su precariedad. Los primeros se creen, por definición, dueños de la ciudad; los otros, por trayectoria, se consideran soberanos en un Estado al que cuidan como un botín.
El egoísmo es la fuerza motriz, aunque disfrazada de un cuanto hay, vestida mitad de ideales, mitad de necesidades.
¿De dónde viene todo esto? Del No del 88.
El No del 88 dejó sentadas las bases de una actitud vital para varias generaciones hacia adelante. Fue un rechazo tan radical y que prometió tantas alegrías a cambio que dejó una impronta casi indeleble. Ese tipo de señales marcan, queman la piel, se transmiten en el ADN político. Y así ha sido. Desde el 90 para acá se han multiplicado los No: no más LOCE, no más Senadores, designados, no a las represas, no más binominal, no más educación particular subvencionada, no más austeridad Fiscal, no más tareas para la casa, no más protección de la vida antes de nacer, no más subsidiariedad, no más Dios en el Congreso. No más. En todos los ámbitos, con muy variadas densidades, no más.
Y vendrán tantas otras de estas campañas, porque la energía del No es la fuerza incontenible de la Ley del menor esfuerzo, de la Ley de la trampa para cada norma, de la Ley por la que cada día las cosas pueden ser peores. Sic dixit Bachelet.
Nos esperan entonces los nuevos No: No al Banco central autónomo; No a las universidades de propiedad privada; No a las concesiones en obras públicas; No a la presencia de la fe en la ciudad; No a los medios de comunicación "en manos de la derecha". Esta sí que es cascada.
Por cierto, poco se saca con la sola denuncia del egoísmo y de sus negaciones. El que realmente quiera revertir esta tendencia a lo negativo no tiene más opción que pensarlo todo en positivo, que idear uno y mil proyectos que despierten esa generosidad que sigue existiendo en potencia, incluso dentro de cada egoísta, por anquilosado que esté.
A casi treinta años del triunfo del No, sus fuerzas están desatadas y no hay cómo detenerlas si no se las denuncia en todo su radical egoísmo, si no se las enfrenta con proyectos de auténtica humanización, de superación de todas las pobrezas (de entre las cuales, el egoísmo es de las principales y peores).
Y no les echen la culpa a los que habitualmente han preferido el Sí.
Sí,
las democracias se equivocan,
por Héctor Soto.
No
hay comando, no hay estratega político ni precandidato que en estos
momentos no esté de cabeza estudiando el fenómeno Trump y repasando
muchas de las leseras que se han escrito. Qué
duda cabe que su victoria les ha abierto el apetito -y las compuertas
de la ansiedad- a todos cuantos buscan vestirse con el ropaje de
outsider. No hay traje en estos momentos más ganador.
Las que antes constituyeron desventajas muy serias para Gobernar
-venir de afuera, carecer de experiencia, no ser parte de ninguna
trenza- de un momento a otro pasaron a convertirse en grandes
activos. La política moderna ya no está para mandarines, esos
sofisticados burócratas del Celeste Imperio que se movían con tanta
destreza como elegancia en las aguas del protocolo, la corte y el
poder. Ya no. Si alguien ahora quiere calificar, más le vale abjurar
de las tradiciones políticas y tener preparado un discurso contra
las elites, porque más temprano que tarde lo va a necesitar.
Es
improbable, sin embargo, que la fórmula Trump pueda trasplantarse a
cualquier lado. Lo que funciona en Wyoming no necesariamente tiene
que funcionar en Linares o Puente Alto. Pero es cierto que la
globalización ha terminado por difundir, tanto como las zapatillas
de marca o los celulares inteligentes, un sentimiento de desafección
y desconfianza frente a las elites y el poder que es muy parecido a
lo ancho y largo del planeta. Se dirá que las elites -con sus
abusos, exclusiones y corruptelas- se lo buscaron. De acuerdo. Pero
¿alguien se atrevería a apostar que en otras épocas esos
desafueros fueron menores? Es dudoso. La gran diferencia más bien
radica en que había cosas que antes se toleraban y que ahora no.
La
elección estadounidense deja en claro es que el sentimiento anti
establishment puede explotar por cualquier lado. Trump en Estados
Unidos lo hizo estallar por la derecha. El candidato hizo de
Washington, la ciudad del Gobierno Federal y el lobby, de los
besamanos burocráticos y las medias verdades del pensamiento
políticamente correcto, la gran bestia negra de su campaña y
terminó aplastando a su rival, que durante 30 años fue la reina de
todo eso. A
todo esto, sin embargo, no tenemos idea de lo mal o bien que lo pueda
hacer en la Casa Blanca.
Bachelet
en los inicios de su segundo Gobierno intentó dirigir el estallido
por la izquierda. De ahí salieron los afanes refundacionales de su
programa, la retroexcavadora y el veto a los consensos.
Pero algo ocurrió que no le resultó. A poco andar, la propia
ciudadanía le comenzó a retirar la confianza en su extraviado
programa de reformas. No era eso lo que esperaban los mismos
ciudadanos que la eligieron. Y como ella
persistió, bueno, vino el portazo tanto a ella como a su coalición
en la reciente elección Municipal.
En
función de la enorme cantidad de ciudadanos que sigue sin votar en
nuestro país, el principal desafío que se están planteando todos
los políticos -los outsiders, los primerizos, los ya fogueados e
incluso los que hace rato tienen su fecha de vencimiento expirada- es
cómo diablos interpretar a ese Chile que no engancha, no participa
ni tampoco conecta. Si no participan -pensarán algunos- es porque se
sienten excluidos de un sistema que consideran injusto y, por lo
tanto, creen que lo que corresponde es redoblar la apuesta
refundacional de Bachelet: más que reformas, ojalá revolución. Los
más cautos creen que el asunto es algo más complejo y piensan que
son más bien pocos los ciudadanos que están por volver a fojas
cero. El tema, el viejo tema de la brecha de
los políticos con la realidad, en cualquier caso, dista mucho de
estar zanjado.
Que
la democracia no es un sistema político infalible lo hemos sabido
siempre. Las democracias no son perfectas y se equivocan. Pueden
llevar al poder a gente muy indeseable, como se han dado cuenta con
una mezcla de estupidez y candor esta semana muchos columnistas
norteamericanos bienpensantes. Pero eso, en
realidad, no es ninguna novedad. Nosotros, que varias veces a lo
largo de la historia nos hemos equivocado, lo tenemos muy presente.
El problema es que las democracias equivocadas
no por eso son menos democráticas. Y la regla es que Gobierna quien
gana. El sistema, en cualquier caso, por
mucho que pierda el norte en algunos momentos, por mucho que esté
demasiado expuesto al error, sobre todo en momentos en que la
política está pasando a ser una de las ramas de la industria del
espectáculo, siempre está abierto a que la gente recapacite desde
el momento en que siempre también habrá una próxima elección.
No
faltan los políticos a los cuales les encantaría ser el Trump
chileno. No faltan tampoco los que sienten que esa experiencia para
nosotros es cuento viejo. Porque ya la vivimos y porque -véanlo por
donde quieran- las cosas salieron mal.
Imposibilidad
de un mayor reajuste.
Serias
complicaciones está enfrentando la estrategia Fiscal diseñada por
el Ministro de Hacienda, Rodrigo Valdés. Si bien la tramitación
de la Ley de Presupuesto para el próximo año ha avanzado sin
mayores inconvenientes, el reajuste de los sueldos de los
funcionarios públicos -una de las partidas de gasto Fiscal más
importantes- ha desatado una suerte de guerra civil al interior de la
Nueva Mayoría. Principal blanco de las críticas ha sido el
Ministro, por sostener que para un reajuste anual superior al 3,2%
ofrecido, simplemente no hay presupuesto. El Ministro está siendo
juzgado por encarar con entereza una realidad de la cual no es
responsable.
Vale la pena revisar cómo es que hemos llegado a la ingrata situación presupuestaria actual. A comienzos de su mandato, el actual Gobierno preveía una situación holgada, gracias a la buena marcha de la economía y a la recaudación tributaria que le redituaría la reforma del 2014. Ello le permitió embarcarse en un acelerado tren de gastos. Cuando la desaceleración económica se hizo sentir, se propuso un "realismo sin renuncia", esto es, seguir adelante con las reformas y gastos prometidos, pero ateniéndose a un control presupuestario más estricto.
La contención del gasto ha sido necesaria porque la desaceleración de la economía -inducida en parte por la incertidumbre causada por el programa de Gobierno- ha echado por tierra los optimistas cálculos de ingresos Fiscales que sustentaban sus promesas. Además, la caída del cobre ha obligado a recurrir al endeudamiento. Ha tenido razón el Ministro Valdés en frenar el gasto público y limitar el déficit, porque de lo contrario la deuda pública ascendería a un nivel imprudente.
El problema, sin embargo, es que la austeridad presupuestaria no ha ido acompañada de la decisión política de postergar o cancelar los compromisos políticos más onerosos, como, por ejemplo, la gratuidad educacional. A consecuencia de los desembolsos que ello involucra, el proyecto de presupuesto para el 2017 es extremadamente restringido en una serie de áreas clave. Y en los años siguientes, para cumplir con los gastos comprometidos, se prevé que habrá que recortar otros rubros sensibles del presupuesto. El modesto reajuste salarial de la administración pública -que implica una virtual congelación de los sueldos en términos reales- se explica no por un ánimo de equipararlos con lo que paga el sector privado, sino porque la prioridad política que el Gobierno ha otorgado a sus promesas de campaña absorbe los recursos que permitirían solventar un aumento más generoso. No es la inevitable austeridad la causa del problema, sino las prioridades políticas definidas para tiempos de bonanza. Un mínimo de consecuencia política obligaría a los Parlamentarios oficialistas -que apoyan esa definición estratégica- a cerrar filas tras una propuesta de reajuste salarial para los empleados públicos que, objetivamente hablando, es un congelamiento.
Pueblos
bien informados
difícilmente
son engañados.