Sigue
la improvisación,
por Sergio Melnick.
Los
anuncios de la Presidente en relación a las AFP es un nuevo y serio
error del Gobierno
que le será un boomerang. Sigue con la tónica de la improvisación,
sigue confundiendo intenciones con resultados.
Bachelet,
como siempre, no anunció nada en concreto, sólo anunció que
anunciará acerca de unos temas, en base a los que quiere iniciar una
conversación, sin plazos ni compromisos, procedimientos, y mucho
menos vinculantes. Quiere lograr una especie de acuerdo
nacional (que aplaudo) antes de entrar al Congreso, y en los pocos
meses que le quedan de Gobierno, con 19% de apoyo. Una
propuesta, amigos, es algo fundamentado con ideas muy específicas,
técnicamente avaluadas, y formalmente en la forma de una Ley enviada
al Parlamento con números reales.
Con
todo, Bachelet sí ha dicho dos cosas concretas: una es que las AFP
siguen y que básicamente se requieren algunas modificaciones. La
otra es que el sistema de reparto no es viable en Chile y punto. ¿Esa
es la postura oficial de la Nueva Mayoría? Ciertamente que no.
Visto
desde otro ángulo, al parecer escuchó atentamente a José Piñera.
Le compró la idea de subir el monto de la cotización y la edad de
jubilación. Lo grave es que toda esta parafernalia es sólo una
respuesta para el movimiento NO MAS AFP, para quienes es como una
cachetada. El vocero del movimiento de inmediato dijo que los
anuncios (que no alcanzan a ser tales) “son insuficientes”. La
misma noche empezaron los cacerolazos. Por ende el problema seguirá
escalando, tal como fue el movimiento estudiantil del 2006 y el 2011.
Ello porque es un movimiento basado en un slogan ideologizado, un
dogma sin fundamento y por lo tanto,
se ha transformado en una causa en sí misma. Mi pronóstico es de un
escalamiento y polarización creciente.
De
pasadita, la Mandatario propuso un impuestazo encubierto al trabajo
(el aporte exclusivo de los empleadores) del 5%, que según los
cálculos del propio Ministro Valdés equivale a más o menos un 1,5%
del PIB, nada menos que el 50% de la cuestionada reforma tributaria.
Como es escalonada, ingenuamente creen que a los empleadores no los
afecta. Nuevamente se equivoca. Hablamos de miles de millones de
dólares. Significa subir el costo laboral en 5%, sin cambio alguno
en la productividad. Lo curioso es la lógica. Los trabajadores van a
tener mejores pensiones pero sin esfuerzo alguno. Al menos un 2%
debiera ser esfuerzo personal. Pero no, “alguien” pondrá la
diferencia por ellos. También incluye, como siempre, amenazas y
castigos a los empresarios. Si los fondos tienen pérdidas, deben
devolver las comisiones. La pregunta es si también las recuperan
cuando se recuperan las utilidades. Esto ni lo han empezado a pensar.
Y si los mercados cayeron 10% pero los fondos sólo 3%, ¿lo hicieron
mal las AFP y deben devolver comisiones? Es todo improvisado
nuevamente.
Más
aún, si las utilidades resultaran extraordinarias, desde el punto de
vista de la equidad, debieran recibir premios. De hecho las AFP
fueron calculadas con la expectativa de un 4% de retorno promedio en
los 30 años de cotizaciones, y han rentado el doble. Si
se sigue la lógica del Gobierno, éste debiera devolver los
impuestos cuando baja el crecimiento y qué decir si cae.
Pero los mercados no dependen de las AFP, igual cosa ocurre con los
ciclos económicos en la mayoría de las veces. El detalle final,
desde la era Lagos, es el cotizante quien elige los fondos, es parte
de la decisión ¿o no? ¿Hay que devolver comisiones del fondo E?
Las cosas reales son complejas, por eso los slogans fracasan.
Por
cierto la conversación deberá incluir el tema de las FF.AA., de las
que no se dijo palabra alguna. Nada dijo sobre el Estado que no paga
las cotizaciones completas, lo que podría costar otro 1% o más del
PIB y de que además también suben las cotizaciones del Fisco en 5%
para un millón de empleados. Las
cuentas se ponen cada vez peor y no cuadran por ningún lado.
Como
de costumbre puro discurso, quizás oportunismo político, pero no
han visto ni los detalles ni las cosas técnicas, que es donde se
equivocan siempre. El tema de los incentivos es crucial, y ya han
salido las voces que lo denuncian. En la reforma tributaria tuvo la
osadía de sostener que era pro-crecimiento, ahora dicen que no
afectará el empleo. No se dijo una sola palabra de quién
administrará esos “fondos solidarios”.
¿Será ese acaso el fin de la AFP Estatal? Nadie lo sabe. ¿Si los
fondos los ponen las personas, por qué los asigna el Gobierno?
¿Cuáles serán los criterios? ¿Por qué no lo deciden los propios
trabajadores ampliando de alguna manera la democracia?
Un
integrante de la comisión de Bachelet sostuvo: “es una propuesta
maquillada con un lenguaje muy bonito”. Hormazábal, de la propia
coalición, fue taxativo: “mucha paja, poco trigo”. El boomerang
viene.
¿Qué
Chile desea ahora la Nueva Mayoría?,
por Roberto Ampuero.
Se
acerca la elección Presidencial, y es probable que la Nueva Mayoría
-o el pacto que la sustituya- no logre proyectar una noción precisa
del país que desea construir. Es
decir, la NM sabe bien qué demandas de la calle ha de incluir en su
programa, mas no cómo proyectar y plasmar el Chile con que sueña.
Sabe aprovechar el arsenal de la ingeniosa crítica contra el
"modelo", pero no dar el siguiente y decisivo paso: ser
propositiva, clara y concreta. La NM se encoleriza y escandaliza con
facilidad ante las injusticias del país (como si sus principales
partidos no hubiesen Gobernado entre 1990 y 2010), pero el Chile que
se propuso en 2013 lo esbozó a última hora y en términos vagos, y
a trazos demasiado gruesos.
Sin embargo, esto no se debe solo a las diferencias políticas internas o a una falta de imaginación ideológica. Se debe principalmente a que la NM -al igual que la izquierda fuera de ella- devino a estas alturas en un grito de indignación contra gran parte de lo construido durante más de tres decenios por los chilenos, pero no en un proyecto alternativo frente a la economía de mercado, la democracia Parlamentaria y los desafíos de la globalización. En rigor, fue en 1970 cuando la izquierda postuló por última vez un modelo concreto, el socialismo "con sabor a vino tinto y empanadas", que contaba con referentes reales. Hoy la NM es condena pura mas no afirmación, intención loable mas no gestión, utopía vaga mas no realismo. Se trata de un déficit de la izquierda mundial, que en Chile se agrava, pues aquí, al engolosinarse ella con una parte de la administración del país más liberal de la región, perdió rápido algo esencial de su identidad: el talento para generar alternativas utópicas nacionales.
Sospecho que este déficit se debe a que el último siglo le resultó traumático. ¿La razón? Todos sus modelos reales fracasaron. Comencemos con la Revolución Rusa de 1917: ¿Qué quedó de su heredera, la Unión Soviética? ¿Y qué de las repúblicas "populares" de Europa Oriental, fundadas en la posguerra? ¿Y no evolucionaron China y Vietnam hacia economías de mercado bajo férrea conducción comunista? Incluso la dictadura de los Castro, tormento de ya 57 años para los cubanos, intenta avanzar hacia el capitalismo, aunque sin soltar las riendas del poder. ¿Y se podrá hallar alguna gota de inspiración razonable en el régimen tiránico de Corea del Norte?
Pero tampoco vemos alicientes en la región: la vía armada de Fidel Castro y el Che Guevara causó muerte y destrucción, y la justificación ideal para el ascenso de dictaduras de derecha. Tampoco la vía pacífica al socialismo de Salvador Allende prosperó. El sandinismo, en los ochenta una luz de esperanza para la izquierda, agoniza hoy irreconocible bajo un Daniel Ortega que emula a los Somoza en su apego al poder. ¿Y qué decir de la Venezuela de Chávez y Maduro, quebrada en lo económico y polarizada en lo político pese a contar con las mayores reservas petroleras mundiales? ¿Algo inspirador que rescatar tal vez de la Argentina de los Kirchner, el Brasil de Lula y Dilma, los Gobiernos de Correa o Morales, o de la "integración bolivariana", que fue más bien retórica?
¿O quizás el último aliento inspirador viene de la socialdemocracia europea (sin olvidar que solo parte de la izquierda chilena es socialdemócrata y que, por desgracia, sus integrantes se sonrojan y tartamudean al admitirlo)? Pero la socialdemocracia europea ya no es lo que fue en los 70 u 80: ya no es Estatista, hoy acepta la economía de mercado y se reconcilió con el capitalismo y la globalización. Admite que a partir de esa realidad debe incrementar el desarrollo y el bienestar nacional. Expertos suecos subrayan que la riqueza del país emergió de la actividad económica privada bajo un Estado pequeño, y que sobre esa prosperidad creció el legendario Estado de bienestar, hasta alcanzar dimensiones difíciles de financiar.
En verdad, los últimos cien años han sido implacables con los modelos políticos de la izquierda, pero más lo han sido esos modelos con sus pueblos. La alta popularidad de Michelle Bachelet en 2013 le ahorró a la Nueva Mayoría la labor de tener que articular un programa compartido, coherente y viable. Le evitó, en el fondo, tener que pasar de la denuncia contra el Chile real a la proyección de un Chile nuevo, complejo y factible. La NM pudo así saltarse la etapa de formular un programa responsable, elaborado y sustentado por todos, y pasar a uno ideado por un grupo reducido. Esto terminó por debilitar aún más el énfasis utópico de la NM, que le brinda a su izquierda identidad y sentido, e impide que se vea sobrepasada por la izquierda extra NM. Al carecer ahora de un líder con la popularidad que enarbolaba entonces Bachelet, la NM se verá obligada a elaborar un programa que exigirá concesiones, y tornará ardua y compleja esa labor en el conglomerado.
¿Quién definirá entonces el Chile que la Nueva Mayoría (o su sustituta) propondrá al electorado en 2017? ¿Los socialcristianos, la socialdemocracia, los comunistas, los jacobinos, los bolivarianos? ¿Aquellos que prefieren emplear el freno para que el tren no se descarrile, o los que ven en el descarrilamiento una oportunidad histórica? Las diferencias en un pacto heterogéneo tienden a agudizarse cuando un país afronta una situación límite como la actual, y ciertas fuerzas de ese pacto consideran que hay que perfeccionar el "modelo" para consolidarlo, pero otras, que se debe aprovechar la crisis para patear la mesa y construir un Chile nuevo, que probablemente pase a engrosar la larga lista de los modelos fracasados de izquierda.
De
la deshonestidad,
por
Fernando Villegas.
Con
vergüenza digo: cuando se trata de calificar el devoto amor nacional
por lo ajeno, la palabra “deshonestidad” se queda muy corta.
Resulta insuficiente porque dicho vocablo implica un comportamiento
descrito sólo por la negatividad; se acusa a alguien de ser
deshonesto cuando NO
es honesto en el grado que se espera, cuando NO cumple enteramente
con lo debido,
cuando abusa de una ventaja o avanza en demasía por el filo que
separa lo correcto de lo malicioso. De lo que hablamos, en cambio, es
del fenómeno que sobrepasa de lejos el territorio del mero
ventajismo y del desinterés por cumplir acabadamente con las reglas
y compromisos; nos referimos al acto que consiste en definitivamente
traspasar el umbral o saltar la reja que separa la decencia de la
indecencia. Para
el chileno, al menos para demasiados chilenos, ciudadanos que
técnicamente no son delincuentes, el robo puro y simple es un acto
posible y plausible, quizás no frecuente pero parte del repertorio a
disposición de sus conductas cotidianas.
Por eso y llegado el caso no vacila en quedarse con lo que no es suyo
sólo porque nadie lo está viendo, en romper una norma apenas sea
posible para obtener una ventaja a menudo miserable, en sustraer lo
que quedó botado en una mesa porque el dueño miró para el otro
lado y tampoco lo piensa dos veces si puede incumplir un contrato y/o
burlar la Ley -“calleuque el loro”, advertía alguien a sus
cómplices- para llenarse los bolsillos;
sujetos así incluso pueden llegar al extremo -los abogados ven cada
año infinidad de casos de este tipo- de engañar a un familiar
para quedarse con su parte de una herencia.
No
hay sociedad donde no se produzcan conductas de esa laya, pero el
grado con que en Chile aparecen y resultan, además, impunes, es
causa de alarma y de vergüenza. Que
nuestro país está repleto a rebozar de prácticas delictuales y
desvergonzadas es cosa sabida -y muy sabida por los extranjeros que
nos conocen, lamento decirlo- porque es fenómeno de larga data.
Es, dicho delito oportunista, menos una tentación que nos lleva
cierto día a un acto particular de latrocinio del cual, tal vez más
tarde, nos arrepentimos, como más bien una costumbre generalizada,
arraigada y puesta en acción sin ningún remilgo, elemento
importante y al parecer indestructible de nuestra “cultura”.
Probablemente
es la clase de prácticas a que da lugar una sociedad fundada
originalmente en la división brutal entre hacendados y encomendados,
patrones y rotos.
Allí donde el orden social se basa en una desproporción entre
esfuerzo y recompensa, inevitablemente se siembra la semilla de la
desconfianza y paralelamente la propiedad del prójimo aparece menos
como un derecho legítimo, fruto de SU esfuerzo, que
como un bien que nos han birlado, un despojo que nosotros, las
víctimas, hemos sufrido en un principio apocalíptico de los
tiempos.
Deshonestidad
2016.
La
diferencia entre ese pasado y el presente, ambos tan entera e
igualmente marcados por una “deshonestidad” transversal, radica
en las distintas magnitudes en juego.
La cualidad es la misma, pero la cantidad es hoy mucho mayor. Si es
cierto que “la oportunidad hace al ladrón”,
hoy las oportunidades de serlo superan en 10 o 100 veces las del
pasado.
El Estado es más complejo y rico y ofrece infinitos vericuetos
adicionales para meter las manos y lo mismo sucede en el sector
privado.
A eso se suma el anonimato propio de la sociedad de masas, efecto que
se manifiesta con toda su fuerza en las ciudades y organizaciones de
gran tamaño. No ayuda al control del fenómeno la escasa capacidad
de vigilancia y sanción, deteriorada hasta grados inverosímiles en
parte por la naturaleza del “relato” ideológico predominante y
en
parte por un necio concepto progresista de la Justicia, al punto de
hacerla a menudo inoperante.
Las
cifras de que se disponen respecto de algunas de estas
“deshonestidades” son increíbles. Los organismos pertinentes
investigan en estos momentos más de MEDIO MILLON de licencias
médicas sospechosas de ser truchas, amorosamente despachadas, SÓLO
este año, por más de 600 médicos.
Y en el Transantiago al menos el 30% de los usuarios no paga pasaje.
Los estudiantes, por su parte, quienes teóricamente “luchan por
una educación de calidad”,
han literalmente saqueado casi todos los colegios en los que han
celebrado una toma, destrozando a la pasada lo que no podían robar.
En cuanto al número de boletas falsas comprometidas en descarado
robo al Fisco para financiar campañas políticas no hay estadísticas
conocidas, pero suman seguramente cientos sino miles, mientras sus
perpetradores suman docenas sino cientos. Otros fenómenos no se
manifiestan con cifras tan claras, pero sin necesidad
de un enorme esfuerzo cerebral es posible imaginarse que no sólo una
sino muchas personas han puesto en acción triquiñuelas
administrativas para pensionarse con sueldos de varios palos.
Pero
la deshonestidad no acaba ahí.
No es sólo cuestión de dinero y
de cómo robarle al prójimo, robarle al Estado,
robarle al colegio o robarle a la empresa de buses, sino también de
la mentira transformada en sistema, lo cual es una forma de robar
confianza hasta vaciar completamente, como ya sucede, el stock de la
credibilidad pública. Es lo que hace en masa nuestra clase política.
Es
verdad que toda promesa es falible y por eso a menudo no es posible
cumplir con lo prometido pese al empeño que se ponga, pero otra cosa
es prometer sabiendo de antemano que la promesa no puede
satisfacerse.
Efectos.
A
quienes creen que la vida de una sociedad sólo tiene que ver con el
“relato” institucional, los grandes cambios o grandes reacciones
a los cambios, las Leyes, los discursos y la palabrería sobre las
estructuras, este recuento de deshonestidades
de todo orden parece cosa baladí, un detalle desagradable pero en
todo caso corregible cuando “se resuelva el problema del poder” y
se establezca el Paraíso aquí en la Tierra como en el Cielo.
Nada más erróneo. Como ya lo demostró hace muchos años Stanislav
Andrewski en su luminoso estudio Parasitismo y Subversión en América
Latina (Editorial Americana, Buenos Aires, 1967), la existencia
masiva y sistemática de ciertas actitudes, reflejos condicionados y
costumbres afecta decisivamente la clase de procesos posibles en una
sociedad tal como la calidad de un material afecta decisivamente la
clase de construcción que puede erigirse con él.
Una sociedad con una abrumadora cantidad de gente que desprecia las
reglas y mira lo ajeno como botín legítimo sencillamente es incapaz
de sobrepasar cierto muy modesto nivel de desarrollo: no hay
instituciones ni privadas ni públicas que puedan desplegar sus
potencialidades si acaso una parte considerable de su “clientela”,
tal como las termitas, horada, depreda, sustrae, engaña y
distorsiona cada vez que puede.
Púlpitos.
El
Congresal Girardi, paladín y parangón de las buenas prácticas, se
ha escandalizado con las cifras mencionadas y dicho que está
haciendo falta un “cambio cultural”. Es cuando se pregunta uno
cómo y cuando es que sucederá dicha Segunda Venida del Mesías del
cambio. Ciertamente no con las prédicas del Padre Gatica. A no
hacerse ilusiones: no está en la naturaleza humana cambiar sus
conductas como resultado de un sonoro sermón perpetrado desde un
púlpito y ni aun si viniera desde la montaña. Lo que funciona es la
sanción creíble por ser probable y eficaz. Es la raíz de la
honestidad del norteamericano medio que tanto asombra a los latinos;
en
su base hay una policía y una Ley que no se anda con chicas y hace
poco rentable el escamoteo habitual del latino “vivo” que se cree
llegado al país de los giles.
Esperar
que se produzca esa simple comprensión, la de que el orden social,
siendo siempre frágil, sólo subsiste sobre la base de la
conveniencia y de la sanción, sobrepasa los poderes analíticos de
una generación que se enreda y emborracha con elucubraciones que les
quedan grandes y creen modernas aunque son,
sin embargo, muchas de ellas, tan antiguas y tan muertas como los
autores del siglo de las luces que las perpetraron.
Burgos,
Fernández y el PC,
por Carlos Peña.
El
ex Ministro del Interior Jorge Burgos dijo que la alianza con el PC
acabará dañando a la Democracia Cristiana. El actual Ministro del
Interior, Mario Fernández, despertó de pronto, y dijo que no, que
el PC era un aliado imprescindible para el futuro.
¿Cuál
de esos decé está en lo cierto? ¿El anterior Ministro o el
actual?
Para saberlo es imprescindible recordar el parentesco que une al PC y a la DC. Los partidos, como las personas, se parecen o se distancian no tanto por lo que piensan -es decir, por el contenido de lo que creen- como por su disposición a creer. No por sus ideas, sino por su temperamento. No por lo que abrazan, sino por el modo en que lo hacen. Y esto es justamente lo que, cuando se aprecia su trayectoria y la memoria de sus miembros, hermana al PC y a la DC. No los unen ni el clivaje social ni las ideas que tienen ni los proyectos que promueven. Los une el hecho de que sus militantes han sido históricamente true believers , verdaderos creyentes que piensan que la política es una forma de empujar la historia, gente que cuando asiste a las reuniones del partido, lo hace como si asistiera a una liturgia. Es verdad que los tropiezos que han experimentado -la culpa de la DC frente al golpe, la persecución que padeció el PC- les han enseñado cierto pragmatismo, que la política no consiste en escoger entre el bien y el mal, sino entre lo preferible y lo detestable; pero cada uno a su modo sigue estando integrado por creyentes, por personas que piensan que pertenecer al partido los integra a la marcha de la historia.
En ese sentido, la DC y el PC se hermanan en su rareza, en su carácter de especie en extinción que en un mundo descreído se esfuerza por sobrevivir; de ejemplares en permanente peligro que para perdurar, como ocurre con la DC en Italia o en Alemania, han debido travestirse.
En el caso de Chile, la alianza de ambos partidos en el seno de la Nueva Mayoría estuvo alimentada por dos factores poderosos: el miedo y la ignorancia. Y mientras ambos subsistan, la alianza perdurará.
El miedo se produjo luego de la victoria de Sebastián Piñera. Si la derecha había logrado ganar las elecciones (apenas segunda vez que lo hacía en casi cien años, lo que muestra lo excepcional del acontecimiento), era porque -se pensó- la Concertación se había agotado, y ante el temor de que fuera para siempre, se la refundó agregando al PC, que hasta entonces había apoyado en silencio.
La ignorancia fue relativa al programa. No es del todo cierto que el PC tuviera incidencia excesiva en el programa, como sugiere el ex Ministro Burgos, ni tampoco que haya adherido a él, como ha afirmado, por su parte, el Ministro Fernández. La verdad es que no hubo discusión del programa. Los partidos, tanto la DC como el PC, simplemente adhirieron a un programa confeccionado por los equipos que rodearon (rodearon, porque algunos de ellos, como Peñailillo o Arenas, ya no están en su derredor) a la Presidente Bachelet, quien, con la coacción de su carisma, lo impuso. Se trató, como diría un abogado, de un estricto contrato de adhesión entre la hoy Presidente Bachelet y los partidos. Bachelet ante los partidos fue como una empresa de retail extendiendo un contrato ante consumidores indefensos sin alternativas. La Nueva Mayoría fue, así -este es el secreto de su éxito y la semilla de su fracaso-, una alianza estructurada no en torno a un programa, sino en torno a la mera adhesión a uno en cuya deliberación y diseño nunca participaron del todo.
Y por eso -porque fue la mera adhesión a un programa ya confeccionado lo que originó la coalición- es que es difícil que ella sobreviva en la misma forma que hoy reviste.
Y es que la amalgama que une a esos partidos en un esfuerzo común (el programa) admite dos interpretaciones que, tarde o temprano, brotarán a la luz. Una de ellas, la tesis de la DC, consiste en afirmar que el programa es un conjunto de políticas públicas que intentan conducir la modernización; la otra, en cambio, que endosa el PC, afirma que el programa es el primer paso, no para conducirla, sino para modificarla radicalmente. Una abraza lo que hizo la Concertación, el otro lo repudia; la DC aplaude la modernización, el PC la abuchea. Mientras la DC interpreta cada línea del programa a la luz de la modernización hasta ahora alcanzada, el PC lo interpreta a la luz de lo que anhela debiera sucederle.
Y eso lo saben Burgos y Fernández, y la disposición del primero a reconocerlo y del segundo a negarlo no tiene que ver con los hechos, sino con el tiempo que cada uno percibe para sí: el primero cree que tiene futuro, el segundo sabe que no tiene ninguno.
Reforma
de espaldas,
por Axel Buchheister.
Tenemos
un sistema previsional que ha sido capaz de acumular US$ 150 mil
millones, que ni más ni menos están ahí, debidamente resguardados
y acreditados en las cuentas individuales de los afiliados, que
permitirán pagar pensiones de vejez que por definición la
capacidad económica del país podrá enfrentar sin
desestabilizarse. Y según el esfuerzo que cada uno hizo, asegurando
a todos un mínimo.
Contrasta
eso con lo que sucedió con el sistema de reparto, en que los fondos
acumulados (en el primer tiempo no debía pagar pensiones) fueron
dilapidados y que se prestó para muchos abusos. Como siempre
sucede, sectores privilegiados con capacidad
de presión obtuvieron mejores pensiones, muchas veces prematuras, a
costa de la gran mayoría, que son los más pobres.
Pero
como nadie defendió el régimen de capitalización individual, ya
que se creía que se defendería solo cuando la gente mirara sus
cartolas -entonces para qué desgastarse políticamente
defendiéndolo-, los que quieren acabarlo por motivos ideológicos
terminaron “instalando” que es un desastre, recurriendo a
simplificaciones, comparando peras con manzanas y azuzando la pasión
“anti lucro” de los demás (nunca el propio) que se apoderó de
los chilenos.
Y les basta hacer una promesa sin base: el sistema que lo reemplace
pagará pensiones dignas, lo que sucederá porque ellos lo dicen.
Estando
instalada la maldad de las AFP, hay que hacer reformas. Y todos
concurren al proceso como dando la espalda, sin decir las cosas por
su nombre, esperando quedar bien y que no resulte lo peor. La
Presidente señala algo que tranquiliza a muchos: nunca podremos
volver al sistema de reparto, porque no cuadra con la demografía
esperada. Algo que suena a “no podremos cumplir el sueño, pero
sólo porque las cifras no dan, no porque hayamos dejado de soñar”.
El no candidato Sebastián Piñera concurre a un noticiario de
televisión y explica también largamente por qué no flota el
sistema de reparto. El
periodista, para ordenar, entre que le pregunta y le asevera que
entonces las AFP son buen sistema. Contesta reiterando por qué no
sirve el sistema de reparto y elude decir que el régimen de ahorro
individual es el mejor sistema.
Sorprendentemente
algunos empresarios salen a apoyar el aporte empresarial (los que lo
pueden pagar). ¿Por qué no lo habían apoyado antes? Bueno, es que
saben que es un nuevo impuestazo del 5% de la planilla de sueldos
que no es inocuo, pero ahora lo ven -cabe suponer- como un costo
menor frente a algo que pudo ser peor. Asimismo, porque saben que
con el tiempo ajustarán los salarios. Y
que si se deposita, aunque sea en parte, en los fondos de pensiones,
volverá vía fondos disponibles para la inversión.
En
la reforma de pensiones que tendremos pesarán más las consignas,
sueños frustrados, elusiones y sinrazones, que 35 años de buenos
resultados comprobados. Eso
puede conducir a cualquier parte. Al menos, no estuvo en la agenda
refundacional con que partió el Gobierno, porque quizás a dónde
nos hubiera llevado fumar “opio previsional”.
Una
espada robada, un espacio asfixiado,
por
Elena Irarrázabal.
Cuentan que el ladrón se
encaramó sobre una silla de madera con felpa roja datada en 1820,
que forma parte de la colección histórica. En minutos sacó la
espada de Manuel Bulnes y se marchó con ella, junto a su cómplice.
Las sillas ahora están amarradas a una antigua mesa del Senado, tal
vez para evitar su incursión en nuevos delitos.
Camino por el Museo Histórico Nacional a una semana del robo. Un guardia se esfuerza en supervisar distintas salas del segundo piso, que avanzan desde la Independencia hasta 1973. No hay vigilantes de punto fijo ni alarmas específicas que suenen al tocar los objetos más preciados. Se dice que ciertas piezas valiosas, como un revólver de Balmaceda, han sido sacadas temporalmente de la exhibición.
Hay lecciones de seguridad que sacar de este incidente. Pero del episodio emerge un desafío más profundo: la necesidad de políticas públicas que le asignen a nuestro principal museo histórico la preocupación y fondos que merece.
Pocos edificios en Santiago tienen los siglos de historia de este lugar, cuyos muros acogieron a la Real Audiencia, al Congreso de 1811 y a la casa de Gobierno hasta el período de Manuel Bulnes. El día que lo visito, una multitud de niños y un apreciable grupo de turistas recorren esta edificación de líneas neoclásicas, cuyos dignos espacios se levantaron en los albores del XIX. Los soleados corredores del segundo piso acogen a los más cansados.
Es una maravilla disponer de este edificio noble, bien preservado y de fácil acceso, en la mismísima Plaza de Armas. Pero el lugar se hace estrecho. No existe una mínima cafetería, solo expendedoras de bebidas y café, que afean el patio principal. Y solo hay una sala para exposiciones temporales.
Se notan avances y esfuerzos de las autoridades del museo, entre ellos la incorporación de testimonios de la vida cotidiana, audioguías en tres idiomas y la apertura en 2014 de su torre, cuyo mirador constituye un gran atractivo. Por supuesto, el guión y la museografía podrían mejorar. Pero eso requiere, imperiosamente, sumar espacios apropiados que permitan, por ejemplo, desplegar más piezas de la interesante colección de indumentaria y trajes.
El año 2013 se eligió, a través de un concurso, un proyecto de arquitectura para ampliar y vitalizar el museo, del que no se han conocido mayores avances. Es un buen momento para abordar este desafío con prontitud. Antes de que se roben los anteojos de Salvador Allende o los delicados zapatos -número 34- de Javiera Carrera.
La
hora de la verdad,
por Héctor Soto.
Aunque
la Presidente Bachelet recuperó protagonismo esta semana con su
discurso del martes sobre las modificaciones al sistema de pensiones,
donde al menos estrenó un tono muy distinto al que utilizó al
anunciar otras reformas, la verdad es que no es en su cancha donde en
estos momentos se está jugando el partido de fondo del oficialismo.
La discusión que verdaderamente importa se está produciendo al
interior de la Nueva Mayoría,
porque finalmente el bloque, como era previsible que ocurriera,
tendrá en la hora de la verdad que enfrentarse a dos decisiones que
son perentorias y duras. La primera es si va a tener el coraje de
asumir el fracaso de su proyecto político. La
segunda es si va a tener el estómago de perseverar en esta coalición
en los mismos términos que hasta ahora.
Para
la Nueva Mayoría, una coartada fácil, si de sacarse los balazos se
trata, es echarle la culpa de todo lo que salió mal al Gobierno,
asumiendo que las ideas del programa eran buenas y que lo que falló
fueron los desaguisados, las chapucerías y las improvisaciones de la
implementación. El
planteamiento tiene alguna verosimilitud atendido el nivel del
Gabinete que encabezaron originalmente Rodrigo Peñailillo y Alberto
Arenas. El primero fue el Ministro que iba a ser el delfín y que
dijo que no hubo precampaña; el segundo, el que aseguró que la
reforma tributaria no iba a afectar el nivel de la inversión en
Chile.
Es cierto: las cosas se podrían haber hecho con menos altanería y
sin tanto desprecio a las variables técnicas envueltas en las
políticas públicas. La
pregunta es si con esos resguardos el resultado habría sido muy
distinto.
La
duda es pertinente, porque día a día el subterfugio de la mala
implementación convence poco. Parece que las ideas eran las malas y
que no había manera de llevarlas a cabo en espacios mínimos de
eficiencia y sensatez, entre otras cosas porque estaban dictadas por
ideologismos y prejuicios y por la compulsión -ciertamente
adolescente- de que el país debía volver a fojas cero, en
cumplimiento del mito refundacional en boga. Por cierto, tener
ideología, principios y valores inspiradores es mucho antes una
fortaleza que una debilidad para la acción política. Pero el virus
del ideologismo es otra cosa y designa la especial ceguera de quienes
lo contraen para no ver la realidad tal cual es -por ejemplo, que
Chile había progresado un montón en las últimas dos décadas- y
para andar anteponiendo los medios a los fines. Estas rigideces
fueron fatales. La
Nueva Mayoría, que vino a hacer de Chile una sociedad más
equitativa y con mayores niveles de inclusión y bienestar, se está
topando hoy con un país que está más deprimido, más segmentado,
más inseguro y más desconfiado.
Así
las cosas, no es raro que hayan comenzado a aparecer ahora los
dirigentes políticos que reconocen que a lo mejor no leyeron muy
bien el programa. Los que se quejan de que el
PC haya tenido mayor gravitación de la que le correspondía, como si
no fuera la propia Presidente quien se la entregó.
Los que piensan que esto no era lo que esperaban. Los que invitan a
reivindicar con cierto orgullo lo que la centroizquierda hizo en
cuatro Gobiernos sucesivos. Y los que se dan cuenta, en fin, de que
con el 19% de aprobación de la Presidente, no hay posibilidad alguna
de seguir proyectando esta experiencia.
En
realidad, el tema político central en estos momentos, mucho más que
establecer si la Nueva Mayoría se va a desarmar o no, es de
Gobernabilidad. Es un tema que remite a la capacidad que tengan las
fuerzas políticas de volver a sintonizar con las grandes prioridades
ciudadanas. La brecha que hoy existe entre el país político y el
país real se hizo demasiado grande y, sea quien sea que suceda al
actual gobierno, el primer desafío tendrá que ser acortarla. En
esto el horizonte está completamente abierto y no habría por qué
descartar que el oficialismo -tras una instancia inevitable de
autocrítica, y desde
luego que con otro programa, otros énfasis y otros liderazgos –
pueda volver a recomponerse. Está claro, eso sí, que mientras más
se demore en hacerlo, mayor será el vacío de poder y más
posibilidades tendrá Sebastián Piñera de volver al Gobierno.
Las
cosas no salieron en esta administración como se esperaban. La
ciudadanía el año 2013 apostó el todo por el todo al quién -a la
persona de la candidata, a su carisma, a la confianza que ella
inspiraba- y subestimó por completo el qué, el qué quería ella
hacer, el contenido de su programa de Gobierno, el rumbo que pensaba
imprimirle al país. Posiblemente en esta inadvertencia estuvo el
error. Pero como de los errores no siempre se aprende, esta
experiencia no garantiza que la sociedad chilena se haya vuelto más
madura y el próximo año se pregunte primero adónde quiere ir y
-luego
de tener eso más o menos claro- escoja después a quién podría
estar mejor preparado para conducirla hasta allá.
No
obstante que somos un país bien pendular, que salta con facilidad de
la euforia a la depresión, que le encanta pasar del blanco al negro
y que alterna con regularidad períodos en que se recoge con otros en
que se desparrama, la historia dice que han sido varias las veces que
hemos chocado con la misma piedra.
Indigencia
de un debate,
por
José Joaquín Brunner.
Llama
la atención la facilidad con que nuestro debate sobre reforma de la
educación superior se desplaza hacia asuntos de menor cuantía. La
polémica en torno a la petición de renuncia a la rectora encargada
de crear una universidad Estatal en la Región Aysén del General
Carlos Ibáñez del Campo es un ejemplo ilustrativo.
En vez de una discusión de fondo sobre la creación de nuevas instituciones Estatales de educación terciaria -su contribución al desarrollo regional, sus modalidades de organización y Gobierno, la forma cómo se asegurará la calidad y efectividad de sus funciones, sus vínculos con la comunidad regional y el sector productivo, el tipo de programas que enseñarán y de investigación que realizarán, su plan estratégico, metas e indicadores de desempeño que usarán, y así por delante- asistimos a un lamentable espectáculo del cual salen mal paradas tanto la Ministro que pide la renuncia como la Rector que se niega a presentarla.
Mientras esa polémica se toma la agenda, preguntas valiosas quedan en el aire. ¿Qué fundamento tiene la propuesta del Gobierno? ¿Cuales lecciones extrae y utiliza de experiencias exitosas previas de desarrollo de universidades Estatales Regionales como las Universidades de Talca y La Frontera, dos casos bien conocidos? ¿Qué relación se estableció con la prestigiosa Universidad Austral ya instalada anteriormente en la Región? ¿Cuáles son las innovaciones de tipo académico, de gestión y emprendimiento que propone la nueva Universidad de O'Higgins en la Región del Libertador donde en el pasado iniciativas similares -tanto privadas como Estatales- fracasaron ni siquiera con ruido, sino apenas con un quejido, como escribe el poeta?
Así como suele decirse que en las economías de mercado la mala moneda desplaza a la buena, puede postularse también que en el mercado de las ideas existe una Ley de Gresham. De acuerdo con esta, los malos argumentos, relatos, discursos e ideologías desplazan a los buenos. Este movimiento sería el resultado, conjeturan algunos, de la proliferación de medios de comunicación y redes sociales, del decaimiento de la deliberación pública y, en general, de la banalización de las opiniones propia de las sociedades de masas. Tal suele ser la explicación invocada por intelectuales y académicos conservadores.
Sin duda, hay algo de verdad en este punto de vista. Pero también hay otra forma de encarar la pérdida de valor de ciertos argumentos en el mercado de las ideas. Puede ser que la oferta misma de ideas y propuestas sea de baja calidad. O que no exista suficiente diversidad de planteamientos de valor. O bien que la competencia intelectual se halle entrampada por tendencias monopólicas o favoritismos. O que los públicos sean poco exigentes. O que los promotores de iniciativas -como la creación de nuevas universidades y centros de formación técnica- prefieran eludir la deliberación pública y por lo mismo procedan con estrategias comunicativas de baja intensidad.
De hecho, la reforma de la educación terciaria muestra fenómenos de tipo Gresham también en el plano nacional, particularmente, en relación con el rico debate existente sobre materias similares a nivel global.
En efecto, hay dos tópicos -el del aseguramiento de la calidad y el del financiamiento de las organizaciones académicas- que hoy se discuten vivamente a nivel mundial con abundancia de argumentos, evidencia, información y conocimiento. Al contrario, en nuestro medio están prácticamente ausentes. Ni siquiera parecieran interesar a los participantes en el debate.
En cuanto al aseguramiento de la calidad, se avanza en el mundo -con excepción de países con regímenes autoritarios de izquierda o derecha- hacia esquemas flexibles, de carácter público, pero independientes de los Gobiernos, que reconocen la diversidad institucional y de misiones y funciones, descansan sobre la confianza y la autorregulación y son exigentes a la hora de evaluar a las universidades con el propósito de producir un continuo movimiento de mejoramiento. Es decir, una tendencia diametralmente opuesta a aquella manifestada en el proyecto de la administración Bachelet. Ahí impera un esquema lleno de rigideces, dependiente del poder Presidencial, que busca uniformar a las instituciones, desconfía de ellas y parece haber sido diseñado para clasificarlas, alinearlas y sancionarlas.
Algo similar ocurre con el financiamiento de las instituciones. Mientras decenas de informes de la OCDE muestran que los países buscan establecer esquemas de costos compartidos (con fondos Fiscales y de fuentes privadas) y usan instrumentos de cuasimercado para asignar recursos tanto a la demanda como a la oferta, en Chile en cambio remamos contra corriente. En vez de mejorar el esquema mixto de financiamiento que desde ya tenemos, estamos empeñados en trasladar el costo íntegro de esta masiva empresa al Estado. Justo cuando aún quienes son Fiscalmente más desaprensivos constatan los serios déficits que hoy existen en salud, pensiones y en los niveles inferiores del sistema escolar.
Entonces, ¿qué sentido tiene insistir en la consigna "gratuidad universal", facilitando así que una "mala moneda" argumental desplace los buenos argumentos, obligándolos a camuflarse incluso como ocurre con el ingenioso informe financiero del Ministerio de Hacienda que acompaña al proyecto del Gobierno?
En fin, es desalentador percibir que estemos más ocupados de aspectos marginales y subalternos de la reforma que de salvar a nuestra deliberación de caer aplastada bajo la implacable Ley de Gresham.
Por
el desempate,
por
Jorge Navarrete.
A
dos meses de haber dejado el Gobierno, Jorge Burgos reaparece
en el debate público con duras declaraciones sobre la coalición
oficialista, su actual desempeño y probable futuro. Más allá de la
formas, nadie podría verse genuinamente sorprendido por sus
palabras, las que representan el sentir de lo que provisoriamente
podríamos llamar la disidencia de la Nueva Mayoría. En
efecto, esta vez sólo se presentaron de forma más sistemática y
comprensiva las continuas quejas, incomodidades y diferencias al
interior de dicho pacto.
Lo
que hizo Burgos fue visibilizar un viejo conflicto, tan antiguo como
la Concertación misma, el que en algún momento se motejó como la
disputa entre autocomplacientes y autoflagelantes. Más allá de las
militancias partidarias, existió siempre una transversal tensión
respecto de la forma de Gobernar, el rol del Estado y sus
posibilidades, como la relación de éste con el mercado y la
sociedad civil; lo que determinaba la función y alcance
de las políticas públicas, tanto en su profundidad como velocidad.
El
cambio de eje en la discusión nacional que comenzó a evidenciarse
durante el primer Gobierno de Bachelet y que tuvo su expresión más
visible en la administración de Piñera, trajo consigo una dura
polémica en torno a las bondades de nuestro modelo de desarrollo, lo
que fue acompañado con un juicio muy crítico sobre las primeras dos
décadas de Gobiernos democráticos, lo que se siguió de un discurso
que reivindicaba la necesidad de reformas más profundas, a resultas
de un nuevo diagnóstico sobre Chile y su progreso. Fue en ese
contexto, donde los autoflagelantes se cobraban una histórica
revancha, ya que -desde su perspectiva- la historia no sólo les daba
la razón, sino que, además, se abría una valiosa oportunidad, bajo
la segunda candidatura de Bachelet, de inaugurar un cambio de ciclo.
Pero
ahora, con una histórica desaprobación del Gobierno y cuando
existen serias dudas sobre su sucesión, es que aquella disputa
retoma vigor en el debate público, pues los que ayer fueron
protagonistas de la Concertación, pero que también después se
transformaron en la minoría de La
Nueva Mayoría, intentan ahora equilibrar la balanza y redefinir los
términos ideológicos y tácticos del futuro de la centro izquierda.
En
ese escenario, y contrario a lo que mucho se dice y percibe, el
Partido Comunista es un símbolo, o una excusa dicen algunos, para
plantear un debate más profundo. El ingreso del PC a la coalición
no es la causa de su izquierdización sino la consecuencia de ésta;
por lo que centrar en ellos la polémica, como
suponiendo que su exclusión del pacto resolvería las tensiones que
atraviesan la discusión, es tan errado como ingenuo.
Entonces,
si de verdad algunos sostienen que la Nueva Mayoría pasa por un
delicado momento de salud, poco se resuelve apuntando sólo a los
síntomas. Lo
que aquí se debate es mucho más vital que la distancia que Burgos y
otros mantienen con Teillier, la que, por lo demás, es similar a la
que exhiben con Quintana, Navarro o Girardi.
Pensiones:
Aprovechemos la oportunidad,
por
Felipe Larraín.
El tema de las pensiones se tomó
la agenda pública en Chile. Y hay buenas razones para ello. Hay
preocupación ciudadana sobre el tema porque la gente está viviendo
más, trabaja lo mismo y la rentabilidad de los fondos ha caído.
Ello lleva a que las pensiones que se reciben mes a mes se reduzcan.
Ciertamente, todos queremos mejorar las pensiones, especialmente las de los chilenos más vulnerables y de clase media, lo que se hace más difícil en una economía que crece apenas. La pregunta es cómo. Aprovechemos para hacer una reforma que se haga cargo del problema y sea sólida en lo técnico.
Se anuncia una nueva reforma a la brevedad, sumándose así a las reformas tributaria, laboral y educacional. A diferencia de las anteriores, se aprecia aquí un cambio importante en buscar un consenso amplio y dejar de lado la lógica de la retroexcavadora que ha imperado hasta ahora. Este fue el sello de las políticas públicas que tuvimos desde la vuelta a la democracia en Chile, y que lamentablemente se perdió al asumir este Gobierno. En eso estábamos cuando la Presidente decidió plantearle al país la reforma de pensiones.
Esta reforma tiene ángulos positivos, pero también otros que abren la preocupación. Lo más positivo es abordar el tema y llamar a un acuerdo nacional al respecto. Esto nos permite volver a dialogar. Ojalá que los tiempos políticos nos permitan también llegar a una mejor solución técnica porque -como dice el adagio- el diablo está en los detalles.
Lo preocupante es el aumento de cinco puntos porcentuales en la tasa de cotización que iría a un fondo colectivo (aún por definirse). Este es, con todas sus letras, un impuesto al trabajo y a la formalidad. En primer lugar, cinco puntos es bastante. ¿De dónde sale este número? ¿Qué estudios lo avalan? La propia Comisión Bravo planteaba aumentos menores. Este impuesto, a su vez, lo pagarán las empresas, incluyendo cientos de miles de pymes que aún no se reponen de los efectos de la reforma tributaria (hoy ya sabemos lo fuerte que estos aumentos de impuestos pueden impactar a la economía).
Nuestros cálculos indican que, en régimen, la carga tributaria sobre las empresas aumentaría en unos US$ 2.600 millones anuales, del orden de un punto del PIB, lo que equivale a un 30% más que el aumento del impuesto a la renta de la reforma tributaria de 2014 y prácticamente del mismo tamaño de la reforma tributaria implementada por el Presidente Aylwin en 1990. Son montos relevantes, que disminuirán los flujos de caja de las empresas, restando su capacidad de ahorro y afectando al mercado laboral. No solo aumentará el costo laboral de las empresas, sino también se generan incentivos a la informalidad laboral, para evitar el costo de los mayores impuestos. Entonces, habría que dar por hecho el impacto negativo sobre nuestra economía.
Hay mejores formas de aumentar las pensiones. Y aquí hay varios temas que abordar. El primero es el diseño de la reforma. Parece más adecuado hablar de 3 a 4 puntos en vez de 5. Y si toda la mayor cotización va dirigida a un fondo solidario, se impactará negativamente el ahorro y la formalidad. Es mejor que el grueso de los recursos vayan a las cuentas individuales y el (o los) fondo solidario se nutra con ingresos generales de la nación. De no ser así, ¿cómo mejorarán las pensiones de la clase media?
Un segundo tema es el momento de comenzar a aplicar esta mayor cotización. La reforma tributaria aún está subiendo los impuestos a las empresas, y la reforma laboral se empezará a implementar en los próximos meses. En ese escenario, lo prudente es introducir este nuevo impuesto una vez que ya se hayan terminado de implementar esas reformas. Introducir un shock adicional en el corto plazo dañará aún más a nuestra alicaída economía, que se expande apenas al 1,5%. Así, lo prudente es incrementar esta tasa recién después de abril de 2018, una vez pasada la operación renta, cuando se termina el aumento del impuesto de primera categoría.
Al final del día, lo positivo es que nos hemos abierto como sociedad a discutir reformas de forma responsable, participativa e integrando a todos los sectores políticos. Es bueno que se discuta abiertamente, con respeto, y que volvamos a tener grandes consensos. Pero no nos engañemos, incluso en ese caso tendremos efectos económicos negativos adicionales a los que nos han traído otras reformas. Está en nuestras manos tratar de minimizarlos. Es un problema que podemos abordar todos juntos. Tal vez sea esta la última oportunidad que tenga este Gobierno de hacer una reforma que aborde un problema relevante con solidez técnica.
El
epílogo,
por
Max Colodro.
Finalmente,
la Nueva Mayoría cruzó esta semana un umbral decisivo para su
proyección política, un punto crítico, quizá ya sin retorno, que
instala sobre sus hombros el peso de interrogantes vitales. En los
hechos, la sabia de un ideario común, las complicidades básicas
requeridas para concretarlo y el
magnetismo natural del poder, empiezan a licuarse bajo la evidencia
de un prolongado deterioro; efecto de debilidades estructurales que
terminaron por sumir a sus protagonistas -y al país entero-en un mar
de dudas.
En
su caída, la aprobación de Michelle Bachelet traspasó por primera
vez en una encuesta la barrera psicológica del 20%, reafirmando la
precariedad de un Gobierno que, en casi todas sus áreas de gestión,
exhibe cifras de respaldo muy exiguas. Escenario que se agregó al
abultado y mayoritario rechazo que
ostentan las reformas emblemáticas impulsadas por el oficialismo,
síntoma de diagnósticos iniciales equivocados y de implementaciones
que el país sintió amenazantes.
En
paralelo, esta semana la tensión al interior de los partidos terminó
por hacer visible en la DC, su eslabón más débil, el costo de la
impopularidad. Una entrevista al ex Ministro Burgos fue el
catalizador del quiebre interno entre los sectores que buscan dar por
terminado el actual experimento político, y aquellos que aún creen
en su viabilidad. Las divergencias quedaron instaladas: un país
‘descarrilado’ por la obra del actual Gobierno, una alianza
táctica con el PC cuestionada y el imperativo de enmendar rumbos,
fueron puestos sobre la mesa. “Firmamos
un programa con el que no estábamos completamente de acuerdo”
llegó a decir el Senador Jorge Pizarro, el mismo día en que su
partido hacía pública la decisión de competir con un candidato
Presidencial de sus filas.
Por
último, la Presidente y el Gobierno se vieron forzados por las
circunstancias a tomar la iniciativa en materia de reforma al sistema
previsional. Y optaron esta vez por un diseño y un contenido que se
parecen demasiado a la lápida del imaginario transformador de la
Nueva Mayoría. En rigor, el giro político fue total: no se
cuestionó la legitimidad de la capitalización individual ni del
sistema de AFP; se planteó la necesidad de un acuerdo nacional que
incluya a la derecha y a la propia industria; la gradualidad y el
largo plazo fueron el camino escogido para implementar las
cotizaciones de los empleadores; se aceptó abrir el debate sobre el
imperativo de aumentar la edad de jubilación.
Más
allá de la discusión técnica sobre la eficacia y los riesgos de
las medidas anunciadas, es obvio que el ‘rayado de cancha’
realizado para el inicio de esta reforma supone un contraste enorme
con el que se trazó para los cambios tributarios, laborales y del
sistema educacional. Hay
una inflexión decisiva que sólo puede explicarse como respuesta a
un fracaso; una fría concesión ante la derrota de un modelo de
acción política y frente a las costosas consecuencias que ese
modelo terminó por imponer.
Michelle
Bachelet ha modificado sus parámetros en la que probablemente será
su última gran reforma. Tiene la oportunidad de una eventual
recuperación que le permita encarar en mejores condiciones el cierre
de su administración. Es una apuesta arriesgada, en especial, frente
a los sectores ubicados en la izquierda oficialista. No dejará de
ser una ironía histórica que un Gobierno con participación
comunista sea el que al final consagre la legitimidad del sistema
privado de pensiones.
De algún modo, este postrero esfuerzo representa en casi todos los
aspectos, el resignado epílogo de lo que Bachelet y su Gobierno
buscaron encarnar.
Receta
equivocada,
por Juan Andrés Fontaine.
Se
ha celebrado el tono unitario y moderado del planteamiento
previsional de la Presidente Bachelet. Era hora ya de desechar la
fatídica retroexcavadora. Pero, tanto su diagnóstico como la
prescripción que esboza son incorrectos.
Las pensiones son bajas, no porque el sistema de capitalización individual opere mal, sino porque el ahorro es insuficiente y el apoyo estatal del llamado "pilar solidario" es mezquino. La propuesta de la Mandatario no apunta ni a una ni a otra falla. En cambio, plantea crear un nuevo mecanismo Estatal para complementar las pensiones actuales y futuras. En principio, habría bastado con dotar de suficientes recursos al pilar solidario existente, cuyo diseño actual -obra de su anterior mandato- es adecuado. Eso sí que ello habría demandado más gasto Fiscal y exigido renunciar a la ineficiente e inequitativa gratuidad universitaria prometida.
La intención es introducir al sistema previsional "un componente de esfuerzo colectivo". Una porción de sus recursos -no especificada aún- ayudaría a los actuales jubilados, mientras que la otra, a quienes se retiren a futuro. No se han delineado las cruciales reglas de asignación de tales transferencias, de evidentes implicancias políticas.
El riesgo es que el fondo propuesto -que en esencia opera bajo la modalidad de reparto- incurra en las ineficiencias e inequidades de nuestro antiguo régimen previsional, al cual, con razón, la Presidente ha rechazado volver. Nada hace pensar que vaya a conseguir mejor rendimiento que el obtenido por las AFP para nuestros ahorros. Es más, los US$ 4.000 millones que recibiría anualmente estarían expuestos a corruptelas como las descubiertas con el "jubilazo" de Gendarmería, también sujeta a un régimen de reparto. En la propuesta Gubernamental no se divisa nada que asegure solidaridad con los adultos mayores verdaderamente necesitados.
El financiamiento que propone es muy diferente al aumento de cotizaciones, recomendado por diversos expertos, para engrosar los ahorros de los trabajadores. Se trataría, en rigor, de un impuesto equivalente al 5% de la planilla de sueldos de todos los empleadores. Al elevar artificialmente los costos laborales, ello resta competitividad a las empresas grandes y pequeñas, desalienta la creación de empleos y termina perjudicando los salarios líquidos. Por ello, y por la existencia de un tope sobre el sueldo imponible, el impacto del impuesto es probablemente regresivo: en relación a sus sueldos, recae más sobre los trabajadores más pobres. Según se ha informado, el nuevo gravamen recaudaría, en términos brutos, un 1,5% del PIB, la mitad de lo previsto en la controvertida reforma tributaria del 2014. Esta vez, sí, el golpe lo recibirían principalmente los ingresos líquidos de los trabajadores asalariados y los independientes, ahora obligados a cotizar.
El Gobierno ha llamado a un diálogo técnico y político sobre la materia. Ojalá sirva para enmendar lo anunciado.
Pueblos
bien informados
difícilmente
son engañados.