Impolíticamente
correcto,
por
Axel Buchheister.
El
debate sobre el sistema previsional de ahorro individual es
sorprendente. No lo es porque se haya puesto en tela de juicio un
mecanismo que ha probado ser exitoso, pues ahí están los US$ 150
mil millones que han ahorrado para su retiro los trabajadores
chilenos, acreditados en sus cuentas individuales, sin que se hayan
dilapidado como sucedió con los fondos del sistema de reparto.
Ni siquiera porque la gente se sienta descontenta con las pensiones que se pagan, cuando la gran mayoría de los afiliados no se ha jubilado y mal pueden estar sufriendo los supuestos efectos negativos del sistema. Ya se verá después cuáles son los montos que se pagan a los que han cotizado toda una vida y en forma sistemática, que sin duda serán muy superiores a los ejemplos que se citan en la prensa y que nunca aclaran las bases sobre las que se calcularon esas pensiones. Porque no es lo mismo haber cotizado unos pocos años, que por 35 ó 40.
Lo
es por la forma mañosa en que se generó. Resulta en verdad
sorprendente que la revelación de los abusos acaecidos con las
pensiones de Gendarmería, que ponen de manifiesto los vicios del
sistema de reparto, haya sido utilizado para atacar y dejar contra la
cuerdas al sistema de AFP, que mientras permanezcan intocadas sus
bases, hace imposible que se den abusos como esos en el monto de las
pensiones, que invariablemente perjudican a la mayoría. Es que la
izquierda es imbatible comunicacionalmente: puede dar vuelta lo que
sea en beneficio de sus propósitos, aunque la realidad palmaria sea
la contraria.
Tan
grave es la amenaza al sistema, que José Piñera, considerado el
padre del mismo, decidió volver a defenderlo. Dijo que traería unas
propuestas que generaron gran expectativa, pero que en rigor poco han
aportado, lo que era presumible porque la bala mágica no existe. Su
gran aporte fue otro: asistió a un programa de Televisión Nacional
de Chile -el canal supuestamente de todos los chilenos- a dar una
entrevista, que comenzó con un “reporteo” del tema expuesto con
un sesgo brutal. Entonces, “Pepe” -que no se deja amedrentar,
como sucede con muchos de los políticos de oposición -, decidió
que tal cosa era inaceptable y sin perder la calma destrozó al
periodista, muy conocido y que posa de “objetivo”. Si no ha visto
la entrevista, tiene que verla (está en You Tube).
No
faltaron quienes dijeron que Piñera estaba desubicado políticamente
y que como lleva muchos años fuera del país, desconoce nuestra
realidad. Esto, en idioma chileno, significa que no importa que
tengas la razón, si la vociferación ambiente te la niega, estás
equivocado y debes cambiar -o al menos callar- tu opinión. Con esta
lógica, las ideas correctas terminan sepultadas. Si se es un
político de centroderecha, el objetivo debe ser difundir y defender
ciertas ideas que se creen mejores, aunque no estén de moda. Si esto
impide defenderlas, entonces ¿qué sentido tiene dedicarse a la
política?
José
Piñera ha dado una lección que se pueden defender las ideas, aunque
eso sea políticamente incorrecto. Porque es la forma en que terminan
siendo las políticamente correctas.
Lenguaje
y respeto,
por
Karin Ebensperger.
La
historia de Occidente es la de un lento avance hacia una
civilización que valora el respeto del ser humano en su esencia.
Grecia, al separar el mito del logos, nos legó la filosofía o el
amor a la sabiduría: el valor de usar nuestra razón, en vez de
someternos a teocracias inhibidoras. Roma nos aportó el concepto
del derecho, para impedir la discrecionalidad en el uso de las
leyes; y los pueblos germánicos nos legaron la idea del
consentimiento de los gobernados, que se resume en la Carta Magna de
1215: nadie, ni siquiera el rey, está por sobre la ley.
El grado de libertad que se ha ido consiguiendo en Occidente no se da en otras culturas. El reconocimiento de ciertos derechos individuales inalienables, anteriores al Estado, es fruto de milenios de desarrollo cultural con muchos retrocesos y horrores de por medio... pero que lograron llegar a la democracia y al Estado de Derecho, que muchos toman como obvios; se suele olvidar que desde hace menos de un siglo, y solo en los países occidentales, esto ha sido posible.
Y entonces, ¿por qué tanto descontento en Europa, en EE.UU... en Chile?
Hay muchas respuestas y expectativas insatisfechas, pero no se puede dejar de observar que se ha ido perdiendo la idea de cultura, esa forma de transmitir y encauzar valores, como el respeto y el apego a un destino común en una sociedad, que cimentan la confianza y el sentido de pertenencia; que valoraba la seriedad, la palabra empeñada, y en economía, la relación entre esfuerzo y recompensa. La clase media norteamericana -que admira a emprendedores como Steve Jobs y aplaude sus éxitos y ganancias legítimas- no puede creer que unos especuladores en Wall Street puedan obtener cifras astronómicas en una "pasada", haciendo trampas y maquillando cifras, como el banco Goldman Sachs (multado por tramposo, pero too big to fail ...).
En Chile, los pensionados y los niños del Sernam son afectados en su dignidad cuando todo se reduce a cifras y se pierde de vista el valor social de las políticas y del lenguaje. Así se va dejando atrás el apego y el respeto por la cultura común. La ineptitud supina del Gobierno para resolver problemas complejos plantea un escenario muy complicado para la cohesión social. Para recuperar la armonía en una sociedad se requieren líderes con empatía, pero combinada con capacidad resolutiva. De lo contrario, la frustración lleva a crecientes protestas, como estamos observando acá y en diversos escenarios del mundo occidental, y al peligro de soluciones improvisadas y populistas.
¿Es
acaso mejor la utopía?,
por Sergio Melnick.
No
cabe duda alguna que eliminar las AFP efectivamente termina
destruyendo el modelo liberal de desarrollo que, en mi opinión y
muchos datos sólidos, lo señalan como el modelo que bajó la
pobreza del 50% al 8% en Chile y quintuplicó el bienestar del país.
Inédito. No es por el acto en sí de terminar las AFP, que
dependería de cómo se hiciera, si se hace, sino porque habrá
ganado en fuerza relativa el mito del “otro modelo”. Un modelo en
que básicamente el Estado controla el poder y resuelve
impecablemente todos los problemas del país y las personas. Como
en ese escenario, donde el gobierno en definitiva controla todo, el
juego es todo o nada, el peor de todos los escenarios. Quienes están
en el poder total ya nunca más lo querrán entregar.
Así lo muestra la historia del estatismo en todas sus formas, desde
el comunismo al nazismo, pasando por el nacionalismo y muchas formas
de dictaduras.
Y si en esos sistemas se habla de democracia es siempre una farsa
grosera, como “Alemania democrática” (otro modelo de democracia
que era una feroz dictadura), o Cuba, donde dicen que hay elecciones,
y siempre gana el mismo por 98%.
Es el espíritu del chavismo actual en gloria y majestad. Es el
socialismo real en todo su esplendor (no el teórico). La evidencia
no los acompaña, sus “otros modelos” han fracasado una y otra
vez.
Se confunde la intención con la verdad, el esfuerzo con
resultado. Se confunde mapa con territorio. Se confunden medios con
fines.
La
gran pregunta es si quienes quieren eliminar el modelo, tienen
disponible no sólo las críticas, que es lo fácil, sino también
efectivamente un otro modelo que efectivamente logre generar más
bienestar para toda la población.
Es imposible igualar hacia arriba, somos diferentes, queremos ser
diferentes. No todos pueden ser ni Einstein ni Bill Gates ni Picasso.
Parece más interesante que todos logren siempre estar un poco mejor,
más que todos estén iguales.
El
otro modelo del que se habla en Chile es precisamente el síndrome
del Transantiago: lo que hay tiene problemas pero lo que se
implementa es aún peor.
Es el slogan de la defensa de los niños, pero ofreciendo un Sename.
Es fácil prometer populistamente, es literalmente imposible cumplir.
No es el cambio por sí mismo, sino que los resultados que logran. Y
cuando se les anticipan las debilidades de las propuestas, la
respuesta es la descalificación: los enemigos del cambio, facho,
momio, refractario. Pero no es así, sólo somos enemigos de los
malos cambios.
La
sociedad y el mundo son de creciente e increíble complejidad e
integración. Donde
se genera un cambio, se gatillan decenas o cientos de cambios en
otros lados, las más de las veces inesperados. Por ello las
simplificaciones y slogans ideologizados resultan caricaturas
aberrantes, precisamente por la complejidad inherente.
Gratuidad universal; fácil, un aumento en los impuestos y listo. No
funcionó, se mueven demasiadas cosas al mismo tiempo, la mayor parte
imprevisible o inesperadas. Sesenta hospitales, no se pudo. TV
pública es lo mejor, y está a punto de quebrar. Reforma sindical
unilateral, pero aumenta el desempleo.
Terminaremos
la desigualdad, pero termina aumentado la extrema pobreza. Los
ejemplos son interminables.
Sólo
pensar que tenemos un sector público que literalmente no es capaz
siquiera de pagar las imposiciones sociales reales a sus empleados,
pero que sí tendría los recursos para pagar mejores pensiones a
todos, es oligofrénico
Ese
es el problema de las utopías cuando se comparan con las
“realidades”. Las realidades siempre pierden. Lo que hay que
comparar es una realidad y sus problemas, con otra realidad con sus
respectivos problemas. No hay sociedad alguna en la historia que no
tenga problemas.
Una cosa es lo que nos gustaría que fuera el ser humano, otra lo que
realmente es. La economía del comportamiento hoy estudia la parte
irracional del hombre, y resulta que es enorme y es clave para las
regulaciones.
El
otro modelo es sólo eso: una utopía, y lamentablemente no sólo de
mala calidad intelectual y científica, sino que ya ha sido intentado
y simplemente no funciona, al menos como dicen que lo hace.
Las utopías son una nueva forma de creacionismo religioso. Hombres
buenos, generosos, iluminados, perfectamente racionales, de mentes
equilibradas y justas instalan una nueva sociedad que resuelve todos
los problemas, porque ellos los guían. En la práctica son nuevas
formas de monarquía. En Corea del Norte es el hijo. En Argentina la
señora. En Cuba el hermano. En China es el partido. En Venezuela lo
designa el antiguo rey. En Bolivia, Nicaragua, Ecuador se perpetúan
como puedan.
En
la rápida y compleja civilización global de hoy, sólo la evolución
de la sociedad es una solución, no la refundación improvisada con
retroexcavadora.
No hay peor ciego que aquel que no quiere ver.
+
AFP,
por Joaquín García Huidobro.
Debo
confesar que tengo admiración por las AFP. Lo siento mucho, pero
uno de los lujos que tenemos los columnistas es poder ser
completamente sinceros. Esas instituciones no solo han constituido
un gran motor de la economía chilena (hasta que llegó "Ella"),
sino que además han hecho un gran trabajo. Salvo los narcos y
algunos jubilados de la Nueva Mayoría, es poca la gente capaz de
sacar una rentabilidad de UF+8% anual durante 36 años.
Perdonen que hable de números, justo ahora cuando la calle solo quiere oír poesía, pero también los números pueden tener cierta belleza. Las AFP han sido capaces de triplicar mis cotizaciones y las suyas, ¿no le parece increíble? Se merecerían un pequeño monumento (a prueba de vándalos). Pocas rentabilidades están más justificadas que esa. Quejarse del lucro de las AFP es una actitud semejante a protestar por los elevados sueldos de Arturo Vidal y Alexis Sánchez, que nos han dado dos veces la Copa América.
Naturalmente, ante un invento tan bueno, que muchos países nos están copiando, uno no puede ser egoísta: debe querer que todos se beneficien de él y no solo aquellos que tienen un buen sueldo. Y aquí hay correcciones importantes que hacer, como han señalado diversos entendidos en los últimos días. Es necesario retrasar la edad de jubilación, cotizar más y por más tiempo, y los empresarios deberían meterse la mano al bolsillo para contribuir en mayor medida que hasta ahora al futuro de sus empleados. Pero esas falencias no son culpa de las AFP ni está en su poder reformarlas: para eso está el Gobierno, y tenemos un Congreso.
Lo dicho no significa que las AFP lo hayan hecho todo bien. Ellas han olvidado que la política es importante. En una sociedad democrática, uno tiene que saber explicar que lo que hace es relevante y constituye un aporte para la sociedad. Su negligencia ha sido gravísima, y cabe la posibilidad de que todos los chilenos paguemos el costo de esa desidia.
Porque no nos engañemos: hay 170 mil millones de dólares que están allí, esperando inocentes el momento de ser arrebatados por algún gobierno de izquierda populista en el futuro. ¿O piensan ustedes que esa izquierda no aprendió de los Kirchner que si uno se apropia de los ahorros previsionales de los ciudadanos tendrá dinero para financiar miles de empleados públicos; construir monumentos faraónicos al marido difunto; llenar muchos sacos con dólares nuevecitos; pagar infinitos asesores, y cumplir todos los sueños de la más soñadora de las izquierdas?
"Eso no pasará en Chile", piensan algunos. "Somos un país serio; además, ese despojo sería contrario a la Constitución". Dan ganas de responderles: ¿a qué Constitución? No tenemos el futuro asegurado, a menos que nos tomemos en serio una nueva consigna: "+ AFP", una idea que adquiere hoy gran importancia, cuando 700 mil chilenos salen a la calle pidiendo "No + AFP".
Aunque la gente que protesta es variopinta, no todos quieren explícitamente volver al sistema antiguo, que era ineficiente y se prestaba a la corrupción, con conductas como el reciente episodio de Gendarmería. Además, hoy resultaría inviable: con los cambios demográficos significaría que en 2050 habría apenas 2,2 personas activas para financiar a cada jubilado. Quien quisiera volver al antiguo sistema "solidario" estaría buscando unos pokemones inexistentes. Si aspirara a ser coherente, tendría que ponerse en campaña para aumentar la tasa de natalidad. De otro modo no conseguirá que alguien le financie una pensión digna.
Las AFP son aquí el chivo expiatorio de las bajas jubilaciones, una realidad muy penosa. Más allá de lo que indiquen los promedios, las jubilaciones de muchos chilenos son magras. Ellas, a su vez, dependen del hecho de que no tenemos hábitos de país desarrollado, pues entre nosotros abunda la cotización intermitente y la informalidad. Por eso hay que ponerle más solidaridad al sistema (de la verdadera, no la de carácter retórico). En suma, se trata de acentuar el carácter mixto que ya tiene. Pero todo eso no significa ni volver al pasado ni demonizar una ganancia muy legítima ni desconocer los beneficios que el sistema de las AFP ha traído al país. Solo significa que todos los afiliados puedan experimentar los beneficios del sistema. Dicho con otras palabras, debe haber AFP para todos.
Dolores
de parto,
por Max Colodro.
Quizá
como efecto de una desesperanza ya aprendida, o de una indiferencia
ilusoriamente funcional, el gobierno de Michelle Bachelet ha optado
por la pasividad frente a su espiral de deterioro. La
Presidenta volvió a refugiarse en un autismo casi fantasmal, en su
impenetrable y desconfiada intimidad, mientras su gabinete ha seguido
operando como si estuviera ante a un inexorable desastre natural.
Así, en apariencia indolente frente a su triste destino, el
Ejecutivo decidió no asumir que buena parte del deterioro actual del
clima político se debe a sus propias acciones.
La
encuesta Adimark de julio fue verdaderamente demoledora: la
Presidenta mantiene una aprobación en mínimos históricos, mientras
el rechazo se empina a un 73%.
El gobierno, con un nivel de respaldo de apenas un 17%, posee un
caudal de desaprobación que llega al 81%. Salvo las relaciones
internacionales, todas las áreas de gestión exhiben cifras de
terror, con salud, educación y economía por encima del 75% de
rechazo, llegando en el caso del combate a la delincuencia a un
umbral crítico de 92% de desaprobación.
Pero
el gobierno y la Presidenta se mantienen inconmovibles, sin dar la
más mínima señal de que existe un diagnóstico de la situación y,
menos aún, una voluntad real de enmendar rumbos.
La valoración colectiva de sus reformas se encuentra también en
rojo; el gabinete, debilitado y con una ministra de Justicia -Javiera
Blanco- batiendo un récord histórico de rechazo, con un 79%. Pero
el clima de aparente ‘normalidad’ se mantiene; nadie asume
responsabilidad política alguna y todos siguen con su rutina como si
nada. En
otras latitudes, en países con sistemas democráticos en forma, un
gabinete con estas cifras y con un mínimo de pudor ya habría
presentado su renuncia en pleno.
Aquí,
sin embargo, el presente no está para otra cosa que no sea mirar el
techo y seguir cosechando descrédito. Casi
sin excepción, las autoridades juegan a hacernos creer que hay
alguien preocupado de ‘la crisis’, cuando en realidad sólo están
pensando en su propio futuro:
en elecciones, cargos y reparto de prebendas. A un gobierno que meses
atrás hacía gala de haber terminado con éxito su ‘obra gruesa’,
le reventó en la cara el tema de las pensiones y no parece tener
respuesta. Los que con un agudo sentido de las prioridades ofrecieron
gratuidad universal para el 2020, algo que sabían que no podrían
cumplir, ahora reconocen que la previsión y la salud pública eran
aparentemente algo más urgente.
Con
todo, ni los números en las encuestas, ni la caída en la inversión
o el deterioro del clima político parecen alterar el rumbo. La
Presidenta y sus ministros observan los efectos como si no tuvieran
ninguna relación con las causas.
Es que la crisis es ‘un fenómeno global’, respondió Bachelet
hace un tiempo al diario El País, de España; simplificación que
aquí sirve para eludir cualquier responsabilidad y para justificar
todos los empecinamientos. En rigor, podemos dormir tranquilos: el
impresionante cuadro de deterioro reflejado en la última encuesta
Adimark -y en todas las demás- es expresión de “un fenómeno
global”.
Desde
esa lógica, quizá la Presidenta tiene razón: no hay ninguna
urgencia ni necesidad de hacer cambios, menos aún de gabinete.
Sólo hay que seguir adelante con convicción, firmes y sin
vacilaciones. Las secuelas y los costos son parte del proceso, es
decir, “dolores de parto”. Bachelet lo reafirmó ayer en la
inauguración de los cabildos regionales: “Estamos fijando nuevos
estándares sobre cómo se hace la política en Chile”. Y es
verdad.
Progreso
en vez de promesas,
por
Sergio Urzua.
América
Latina ha experimentado una histórica caída en la desigualdad. A
modo de ejemplo, entre el 2000 y 2012, el Gini cayó 5,7 puntos en
Perú, 5,2 en Colombia y más de 4 en Chile (Banco Mundial). Avances
notables, pero ¿qué los explica?
Inicialmente, muchos asociaron el positivo fenómeno a la expansión de los sistemas de educación superior. La historia era plausible. En 1991 la matrícula en la región era del 17%, pero en el 2012 alcanzaba el 43% (en Chile se triplicó). Y la mayor cobertura, se supuso, transformaría a estudiantes vulnerables en prósperos profesionales, promoviendo una distribución de los ingresos más equitativa. Mayor cobertura, mayores ingresos, menor desigualdad en toda la región. Razonable, ¿no? Ojalá fuese así de simple.
Pese a la simpleza de la explicación inicial, la evidencia no la respaldó. Primero, sabemos que la mayor cobertura no vino de la mano de mayor calidad, condición necesaria para asegurar movilidad social. Segundo, y más importante, la mayor cobertura, más que aumentar la rentabilidad de los títulos, la redujo. ¿No me cree? Anote: entre el 2000 y 2010, los salarios promedio de los graduados de educación superior en la región cayeron cerca de 10% respecto de los trabajadores con solo educación media (la caída en Chile fue de las mayores).
¿Qué ocurrió? Pues que a igual demanda, la mayor oferta de profesionales disminuyó sus salarios. Mala noticia, pero consistente con la caída en desigualdad. Dele una vuelta: Menores sueldos (relativos) de los trabajadores más educados podrían "comprimir" la distribución de los ingresos. Con todo, no era necesario renunciar a la premisa de que más educación superior implicaría menor desigualdad. Pero la historia no termina aquí.
¿Y si hubiesen sido los salarios de los trabajadores con educación secundaria los que aumentaron desproporcionadamente? De ser así, la caída de la desigualdad nada tendría que ver con el mayor acceso a educación superior. ¿Pero qué fenómeno económico de gran escala validaría tal explicación? Una pista: El superciclo de los commodities . Efectivamente, el evento significó una bonanza histórica en la región, aumentando los salarios de toda la población, pero particularmente la de los trabajadores menos calificados. ¡Eureka! Quizás no fue la educación superior, sino el crecimiento económico.
Las implicancias del resultado deben ser bien registradas, pues el fin del superciclo dificultará prolongar la reducción de la desigualdad en América Latina. Y la situación será más compleja en países que, confiados en ingenuos instintos, apostaron por reformas equivocadas. Porque el aterrizaje forzoso de una inmensa mayoría de trabajadores que se benefició de un histórico e inesperado período de vacas gordas será la causa más probable de un eventual aumento de la desigualdad. Ellos demandarán mayor crecimiento, mayores salarios y menor desigualdad. Hay que tomárselo en serio. Menos promesas y más progreso.
Razones,
datos, sentimientos,
por Héctor Soto.
Gusten
o no gusten las formas y los énfasis que puso, lo cierto es que las
dos intervenciones del ex ministro del Trabajo José Piñera en
televisión cambiaron esta semana los ejes de la discusión sobre el
futuro de los fondos de pensiones.
Y los cambiaron básicamente porque él se negó a conversar sobre el
futuro del sistema a partir de un clip preparado por TVN que, con
datos al voleo, dio por hecho que el tema de las pensiones era un
desastre.
Efectivamente,
puede serlo. Hay cientos de miles de hogares de la tercera edad que
perciben pensiones bajísimas. Pero ese no es un problema del sistema
privado. En
rigor, ese es un reflejo, una medida de lo frágil que sigue siendo
nuestro mercado del trabajo, de lo poco que nos ha importado el
crecimiento económico y el empleo formal, de lo mucho que le falta
al país para convertirse en una sociedad moderna y de lo trastocadas
que están las prioridades del Chile actual,
cuando tenemos una administración y unas elites bienpensantes para
las cuales mucho más importante que mejorarles las pensiones a los
ancianos más vulnerables es financiarles la educación superior a
los hijos de familias ricas. Con prioridades así, no nos quejemos de
lo injusto que pueda ser Chile.
Lo
que dijo José Piñera esta semana es que el sistema no era ningún
desastre. Al contrario. Dijo que había funcionado bien. En lo que
insistió una y otra vez es en que para evaluarlo con mínima
objetividad era necesario primero limpiar los datos -cosa que la
industria hasta ahora no ha sido capaz de hacer- y no seguirle
cargando al sistema la precariedad de las pensiones que cobran
quienes ahorraron poco porque en su vida activa trabajaron de manera
esporádica, o porque subdeclararon ingresos para cotizar por el
mínimo, o porque vivieron a salto de mata en las fronteras del
subempleo y la informalidad. Sin
lugar a dudas, es una injusticia cargarles ese muerto a las AFP. De
ese muerto tiene que hacerse cargo la sociedad chilena como un todo;
se trata, sin duda, de un problema social serio, que como país no
hemos afrontado, a pesar de andar invocando a diestra y siniestra
todos los días el valor de la solidaridad.
Es cierto: esta es una herida de la seguridad social chilena. Pero no
lo es de los fondos de pensiones. El sistema fue concebido para
entregar pensiones razonables a partir de la rentabilidad que las
administradoras pueden sacarles a los ahorros de los trabajadores y
eso -mirado por donde se lo mire y medido como quiera que se lo mida-
lo ha hecho razonablemente bien.
Ahora
bien, más allá de las cifras, más allá de los datos objetivos que
indican que las AFP han sido capaces de multiplicar hasta por tres el
ahorro forzoso de los trabajadores en sus cuentas individuales, no
hay que ser muy perspicaz para reconocer que este debate no se
zanjará en el largo plazo en base a puros buenos argumentos y
apelando a lógicas de estricta racionalidad.
Por desgracia, esto se hará cada vez más difícil. Me lo decía una
amiga esta semana y creo que está en lo cierto. Llega a veces un
punto en la discusión social, cuando las polémicas y los
desencuentros son permeados o dirimidos por valores, por
sentimientos, por emociones, y cuando eso ocurre los argumentos
simplemente no sirven para convencer, entre otras cosas, porque ya no
se escuchan ni se procesan.
Hay
razones para temer que este debate haya entrado a esa fase. Para una
fracción de la ciudadanía, tal vez la más ideologizada, el sistema
es genéticamente injusto por estar asociado en sus orígenes al
gobierno militar. Fuera de ese grupo, también están quienes
sienten, por buenas o malas razones, que mientras ellos trabajan hay
otros que se están enriqueciendo con sus platas y, por lo mismo, ven
a los directorios de las AFP, a sus accionistas, a las cúpulas
ejecutivas, a las pompas y circunstancias de la industria, muy
instalados en lo alto de la pirámide de la riqueza y el poder. Y
eso, claro, gusta poco.
Es
probablemente ahí, en ese factor más que en ninguna otra cosa,
donde radica la gran desconfianza que inspira el sistema. Sesgada o
no, esta es la percepción de mucha gente que, bien o mal
intencionada, siente que ahí hay una asimetría feroz.
Ese es el sentimiento que muchos periodistas, muchos curas, muchos
profesores creen interpretar al decir que el sistema no sirve y que
debe avanzarse a un modelo distinto -llámese de reparto, llámese
solidario, llámese ciudadano- que esté libre de los reparos que se
oponen al actual.
No
va a ser fácil salir de este enjambre de valores, emociones,
prejuicios y distorsiones. Desde luego, no ayuda a clarificar las
cosas que el manejo de los datos en los medios, además de sesgado,
sea muchas veces anecdótico, chapucero y superficial.
Tampoco aporta mucha luz la voz de una academia que confunde peras
con manzanas y que se refugia con frecuencia en verdades a medias o
en lugares comunes políticamente correctos, no obstante saber que
los sistemas de reparto están técnicamente quebrados en medio
mundo. Mucho
menos contribuye el hecho de tener una clase política que, con pocas
excepciones, anda buscando rating a toda costa y que, en
consecuencia, está dispuesta a embarcarse en soluciones populistas
que pueden parecer muy atractivas hoy, pero que van a significar una
bancarrota inevitable del sistema a muy corto andar.
Ya
el país conoce -porque los estamos padeciendo- los efectos que puede
tener un diagnóstico equivocado de la realidad. Es de esperar que
esta vez no se cometa el mismo error.
El
diseño institucional importa,
por Luis
Cordero.
En
las últimas décadas, las respuestas para abordar las soluciones de
política pública han sido esencialmente institucionales. Esto se
traduce —en parte por la herencia del sistema binominal— en que,
cuando el Congreso no podía acordar las medidas a problemas
públicos, el mecanismo de salida era crear institucionalidad, para
que fuese ésta la que encontrara las soluciones. Eso sucedió en
medio ambiente, recursos naturales, mercados regulados, salud, género
y grupos vulnerables, entre otros.
Al
actuar de este modo hemos dejado que burocracias públicas
—esencialmente transitorias— decidieran cuestiones importantes de
nuestra convivencia colectiva. Aunque conquistamos flexibilidad,
terminamos por instalar sospechas sobre la justicia e imparcialidad
de sus decisiones. En algunos sectores esto generó incentivos a la
judicialización, produciendo un indeseado protagonismo de la Corte
Suprema y la Contraloría en la evaluación de políticas públicas.
Por
ello, varias de las reformas que el Gobierno ha promovido, esenciales
para la cohesión social y el crecimiento económico, en temas como
educación, regulación de mercados y consumidores, han enfrentado la
oposición de algunos por la "sospecha" del diseño
institucional. Como lo ha explicado la sociología, la ambigüedad a
través de regulaciones institucionales genera un símbolo de
soluciones mediante estructuras, permitiendo una amplia latitud para
definir resultados políticos. Por eso el debate de qué diseños
institucionales tendrán, y bajo qué criterios de independencia
operarán, ha afectado la tramitación de proyectos como el de
Comisión de Valores, el nuevo Sernac y los servicios locales de
educación, por nombrar algunos.
Aunque
una manera de neutralizar esa sospecha es generando reglas de
estabilidad para los gestores públicos, el ministro de Hacienda,
Rodrigo Valdés, ofreció, la semana pasada, un sorpresivo anuncio
que puede tener efectos generales. Informó que la Comisión de
Valores que se discute en el Congreso, y que estaba a punto de
despacharse, pasará a ser una Comisión de Regulación y Supervisión
Financiera, de la cual dependerá la Superintendencia de Valores y,
en el futuro, lo harán también los entes reguladores de Bancos y de
Pensiones. Con una propuesta así, Valdés entiende que en un mundo
de respuestas institucionales no basta sólo con la independencia, y
que para garantizar la efectividad de las intervenciones públicas
también son necesarias la coherencia y la simplicidad.
Esta
opción debería generar discusión sobre la sencillez institucional
como un medio de solución a la complejidad cotidiana de los asuntos
públicos. Pero para eso deberíamos reabrir una agenda de reforma
del Estado que hace un tiempo olvidamos.
El
populismo de cada día, dánoslo hoy,
por Fernando Villegas.
Siguiendo
la consigna de que en un incendio de bosques “el fuego se combate
con fuego”, los políticos de la nación han decidido que el
populismo se combate con populismo.
Quién sabe, considerando el poco aprecio e inclinación del pueblo
soberano por el uso del simple buen sentido, tal vez tengan razón.
Sin embargo no por tenerla dejan de correr peligro de caer ellos
mismos en las llamas. En las abundantes tiradas retóricas de las
películas de guerra norteamericanas nunca falta el oficial bueno
advirtiéndole a otro oficial, bueno también, aunque no tanto, que
“no debemos convertirnos en nazis al combatirlos usando sus
métodos”, pero de estas producciones edificantes nuestros
prohombres parecen haber visto muy pocas.
El
último lote de políticos que han adoptado la técnica de combatir
al enemigo con sus propios métodos, aunque sin reflexionar en el
peligro de transformarse en quienes combaten, pertenece a la
Democracia Cristiana.
Para esos efectos han avisado al gobierno -en el tono de velada
amenaza con que habitualmente pretenden compensar su impotencia- que
en esta ocasión van a impulsar iniciativas tendientes a reemplazar
definitivamente el actual sistema de pensiones, el cual está basado,
como debiera saberse, en el concepto de que cada quien ha de batirse
con sus propias uñas y debe entonces preparar su retiro mediante un
ahorro personal aunque obligatorio porque los ciudadanos son siempre
reacios a pensar a largo plazo. Este ahorro es captado en la forma de
cotizaciones por las Asociaciones de Fondos Previsionales, AFP, las
que manejan los fondos con mecanismos de inversión sujetos a reglas.
El
problema que hizo posible la actual masiva embestida contra el
sistema son las bajas pensiones de la gran mayoría de quienes
jubilan, o al menos de quienes jubilan SIN el mérito de haber
trabajado en Gendarmería con el carné del partido; esa ventaja sólo
está disponible para la casta privilegiada e iluminada que nos
gobierna. En
cuanto al ciudadano medio, quien hasta ahora sufría sus
tribulaciones con relativa discreción y sólo intermitentes espasmos
mediáticos, fue reclutado para un activismo rechinante por los ya
mencionados políticos en busca de una “causa célebre” que les
reporte votos. La Democracia Cristiana en particular está
desesperada por encontrar una base de apoyo que legitime, justifique
y prolongue su existencia.
Y la izquierda en general no puede vivir sin celebrar permanentemente
los rituales de la exhumación y el reentierro, de la victimización
y los tours por museos de la memoria y la devoción por los mártires
y los apóstoles, pero muy en especial su enfermizo maniqueísmo
requiere imperativamente un villano invitado para execrarlo y
colgarlo del primer poste a la mano. Ahora les tocó el turno a las
AFP.
Milagros
La iniciativa gatillada en quién sabe qué secreta reunión partidista ha sido exitosa. El malestar ya existente sólo a baño María hierve hoy furiosamente. Jubilados o próximos a serlo han marchado en número extraordinario. Cerca del 90% de los pensionados están en una parada quejosa y furiosa, seguros de haber sido estafados y de que sus actuales o futuras pensiones podrían mejorar sustancialmente si emergiera un sistema nuevo, milagroso, dotado de esa virtud de amplio espectro y para todo servicio llamada “solidaridad”.
La iniciativa gatillada en quién sabe qué secreta reunión partidista ha sido exitosa. El malestar ya existente sólo a baño María hierve hoy furiosamente. Jubilados o próximos a serlo han marchado en número extraordinario. Cerca del 90% de los pensionados están en una parada quejosa y furiosa, seguros de haber sido estafados y de que sus actuales o futuras pensiones podrían mejorar sustancialmente si emergiera un sistema nuevo, milagroso, dotado de esa virtud de amplio espectro y para todo servicio llamada “solidaridad”.
Desafortunadamente
ese sistema milagroso no existe. Allí donde se ha querido que
exista, a poco andar se arrastra en medio de los retortijones de una
quiebra financiera mantenida a raya a duras penas con el
endeudamiento del Estado, lo cual sólo asegura un colapso aún más
desastroso.
En otras ocasiones, como ocurrió en el pasado en nuestro país, el
Estado mete mano a dichos fondos con el pretexto de tomar sólo un
“préstamo” y luego si te he visto no me acuerdo. De esto los
actuales cotizantes no saben nada. Es de temerse que sobre materias
previsionales la ignorancia del respetable público sobrepasa toda
medida.
No
exageramos. En una encuesta -la número 133- realizada por Plaza
Pública Cadem, dicha carencia adquirió la cruda y brutal revelación
que ofrecen las matemáticas. Aunque parezca increíble luego de
tantos años de estar operando el sistema, salió a la luz que “sólo
un 57% de los usuarios de las AFP sabe cuánto dinero tiene ahorrado
en su fondo y que “sólo un 36% afirma que el dinero ahorrado es
propio”. Más aún, un 13% afirma que ese dinero “es del Estado”
y un 48% cree que es de las AFP. Todo parece indicar que una parte
sustantiva de los cotizantes no se molestan ni siquiera en abrir el
sobre donde vienen las cartolas con sus ahorros previsionales y
quienes sí le echan un vistazo a la cartola no se percatan que lo
depositado por ellos es mucho menos del total disponible, quedando
convencidos, como los demás, que las AFP literalmente los están
esquilmando.
Hay
más: ante el argumento de que nadie puede esperar razonablemente
buenas pensiones si ha cotizado muy poco y que, para remediarlo, la
cuota debiera subir del 10% al 15% del sueldo, la enorme mayoría lo
rechaza con indignación, como también la idea complementaria de
postergar la edad de jubilación. Cuando mucho aceptan sacrificarse
con un aumento del 10% al 15%, pero siempre que lo paguen sus
empleadores.
Las
causas.
Las
causas de las bajas pensiones no debieran ser misteriosas para nadie.
En promedio, los salarios son bajos, numerosos cotizantes suspenden
sus cotizaciones por largos períodos, a menudo se cotiza -en
complicidad con el empleador- a base de un ingreso muy inferior al
que realmente se recibe y finalmente la expectativa de vida ha sumado
más de 10 años a cubrirse con el fondo acumulado en el mismo
período de tiempo, a saber, el que toma llegar a la edad de
jubilación; eso significa que con la misma plata hay que
arreglárselas con 120 pensiones adicionales.
Esos
son hechos de certeza matemática, no una opinión subjetiva o una
defensa de las satánicas AFP. También
es un hecho que la comisión cobrada ACTUALMENTE por las AFP afecta
sólo muy marginalmente el monto de las pensiones, pero ni esos
hechos ni esas evidencias hacen mella cuando el interés no es llegar
a la verdad para poner remedio a los problemas, sino conseguir votos,
los cuales se consiguen menos con ideas que con sentimientos.
¿Y qué mejor sentimiento para una excelente explotación que la
rabia y la frustración? Mejor aun si se ofrece además un blanco
claro y a la mano para culparlo de injusticias o inequidades que
tiene más oscuros y difusos orígenes. Es
del interés de nuestra nomenclatura política sacar provecho
político convenciendo a la ciudadanía de que se está produciendo
una exacción en escala masiva,
épica, colosal, para enseguida ofrecerles, en magistral golpe de
mano, un sabroso extra emocional: hay gente mala, les dicen, que los
están robando.
Conceptos.
Hay quienes -¡incluso entre los políticos!- tienen la honestidad suficiente para no negar la validez de los hechos mencionados, pero replican que precisamente la tarea es modificar ese concepto individualista del ahorro privado y sustituirlo por un sistema basado en la solidaridad financiera de la población activa con la pasiva, de modo de asegurarle a esta última un ingreso decente haciendo abstracción del ahorro que hubieran podido conseguir. En un mundo ideal dicho sistema sería viable, no en el que viven, por ejemplo, los profesionales europeos jóvenes que trabajan sólo la mitad del año y la otra mitad viajan porque esa modalidad les resulta más conveniente; si trabajan el año entero, dicen, sufren tales cargas tributarias, entre otras cosas para pagar pensiones “solidarias”, que sencillamente es preferible ganar menos y viajar más. Pero ¿qué es el populismo, a fin de cuentas, sino precisamente el satisfacer cualquier anhelo, necesidad, demanda y capricho con tal que reditúe en votos? ¿Qué es sino el estado de cosas hacia el cual una coalición se abalanza para “evitar” la llegada del populismo?
Hay quienes -¡incluso entre los políticos!- tienen la honestidad suficiente para no negar la validez de los hechos mencionados, pero replican que precisamente la tarea es modificar ese concepto individualista del ahorro privado y sustituirlo por un sistema basado en la solidaridad financiera de la población activa con la pasiva, de modo de asegurarle a esta última un ingreso decente haciendo abstracción del ahorro que hubieran podido conseguir. En un mundo ideal dicho sistema sería viable, no en el que viven, por ejemplo, los profesionales europeos jóvenes que trabajan sólo la mitad del año y la otra mitad viajan porque esa modalidad les resulta más conveniente; si trabajan el año entero, dicen, sufren tales cargas tributarias, entre otras cosas para pagar pensiones “solidarias”, que sencillamente es preferible ganar menos y viajar más. Pero ¿qué es el populismo, a fin de cuentas, sino precisamente el satisfacer cualquier anhelo, necesidad, demanda y capricho con tal que reditúe en votos? ¿Qué es sino el estado de cosas hacia el cual una coalición se abalanza para “evitar” la llegada del populismo?
Burgos
Presidente,
Cristina
Bitar.
Pocas
veces un actor clave del poder, como un ex ministro del Interior,
abre su puerta para opinar del mismo gobierno al que le tocó servir.
Cuando eso ocurre hay una intención clara respecto de influir en la
agenda o posicionarse en el debate futuro. Es lo que hizo ayer el ex
ministro Burgos, con una frase lapidaria: "El país se ha
descarrilado".
Burgos,
como antes Ricardo Lagos, deja en evidencia la incapacidad del
Gobierno de llevar una agenda clara, explica cómo la crisis de
confianza afecta el proyecto renovador del sector, y coloca una
lápida al proyecto de la Nueva Mayoría. La gran diferencia es que
Burgos le pone nombre y apellido al verdugo: el Partido Comunista.
Los acusa de ser poco disciplinados y de tratar de ejercer más poder
del que les corresponde como socio igualitario.
La
crítica no es nada nueva. Muchos han planteado lo preocupante de la
influencia del PC en el Ejecutivo, con resultados poco alentadores.
Pero la crítica viene ahora desde el mismo seno del Gobierno. Es
cierto que Burgos siempre se notó incómodo como jefe de gabinete,
pero no por eso perdió el sentido de equipo. El mismo sentido que no
se le ha visto al PC. Los comunistas han siempre pulseado hacia el
extremo, desde el tema constitucional, pasando por la reforma laboral
y hasta la reciente discusión sobre pensiones. El PC no ha aprendido
los sacrificios que requiere ser gobierno en coalición, y mantiene
la posición de oposición que los ha caracterizado desde el retorno
a la democracia.
La
idea que plantea Burgos, de que la NM no va a seguir existiendo
después del 11 de marzo de 2018, parece cada vez más cierta. El
apoyo popular del Gobierno está en mínimos históricos. Convengamos
en que son dos países completamente diferentes, en su gobernabilidad
y proyección de desarrollo, uno en que la izquierda propiamente tal
—simbolizada en el PC— está aliada con la centroizquierda,
respecto de otro en que conforman dos pactos separados, con proyectos
independientes, que compiten entre sí y en que los segundos pueden
actuar como una bisagra de estabilidad institucional y económica.
Nostálgico
de la época en que fue parlamentario, el ex ministro plantea una
nueva coalición que tenga como centro la histórica alianza entre
socialistas y democratacristianos. El mismo núcleo duro que le dio
gobernabilidad a la Concertación durante 20 años, pero que hoy
tambalea. Para él, el rol de nuevos actores,
como Ciudadanos o Revolución Democrática, es el de condimento —o
arroz graneado—, pero no se da cuenta que ya no hay mucha gente
dispuesta a seguir aceptando el mismo plato de siempre con cambios
menores. Sin duda se requieren caras nuevas y liderazgos renovadores,
pero también que éstos vengan con la experiencia de años de
gobierno. Quizás sea el momento de que Burgos, y no Lagos, dé ese
salto.
Estrellas
solitarias de la pichanga,
por Leonidas Montes.
Según
la última encuesta Cadem, un 78% de los chilenos cree que el país
va por un mal camino. Sólo un 15% cree que va por buen camino. Un
88% cree que en el momento actual la economía chilena está
estancada o en retroceso. Sólo un 10% cree que está progresando. Un
70% desaprueba la forma como Michelle Bachelet está conduciendo su
gobierno. Sólo un 20% la aprueba. Un 76% desaprueba el desempeño
del actual gabinete de la Presidenta Bachelet. Sólo un 13% lo
aprueba. También podemos seguir con las grandes reformas del
programa. Un 59% está en desacuerdo con la reforma tributaria. Sólo
un 20% la aprueba. Un 64% está en desacuerdo con la reforma
educacional. Sólo un 28% la aprueba. Y un 62% está en desacuerdo
con la reforma laboral, con sólo un 19% que la aprueba.
Cualquier
observador objetivo e imparcial se preguntaría por qué, pese a
todo, Bachelet permanece firmemente aferrada a su voluntad y su
programa si la gente manifiesta ese nivel de rechazo.
Ya parece un cliché, pero a estas alturas el cuestionado programa
transformador, esa obra gruesa que la gran mayoría rechaza, sigue
siendo la biblia de Bachelet y de la Nueva Mayoría. Es el pilar y
sostén que incluso les permite ignorar las encuestas. De acuerdo a
algunos iluminados, lo que sucede es que la gente querría reformas
aún más radicales. Pese a la nueva realidad latinoamericana y al
rotundo fracaso del populismo, para ellos el rechazo sólo sería un
llamado a profundizar más las reformas.
En definitiva, los chilenos querrían reemplazar el vilipendiado
“modelo”. Sesudos asesores que erraron en su diagnóstico de
nuestra realidad, frívolos aduladores que deambulan por los pasillos
del Palacio y zahoríes de diversa especie se pelean por encontrar
más razones para la razón.
Quizá todas estas razones son las que a ratos obnubilan y enceguecen
a Bachelet. Ella y su equipo creen estar en lo correcto y sólo
siguen adelante, marchando al unísono del programa con la mirada y
la frente en alto.
Pero
en el gabinete, que cuenta sólo con un 13% de aprobación, hay casos
dignos de destacar. En
medio de la decadencia del prestigio de nuestras políticas públicas
-basta recordar la reforma tributaria, laboral y educacional -, el
caso de energía es una excepción. El ministro Pacheco ha hecho una
notable gestión, liderando un ministerio que enfrentaba grandes
desafíos.
Y vaya que hay logros. Basta ver las cifras y las nuevas leyes. La
semana pasada, 84 oferentes se presentaron a la última licitación y
se espera una nueva baja sustantiva de los costos de energía. El
ministro de Energía ha hecho algo que es simple de decir, pero no es
fácil implementar: ha promovido la competencia.
Dentro
del gabinete, Pacheco es un ministro peculiar. Habla inglés
perfecto, tiene muchos contactos, fue al Grange y vivió largo tiempo
fuera. Pero ¿cuál es la razón o la causa de su éxito? Se podría
especular que el ministro Pacheco, un hijo de la elite local y de las
marchas del 68, despertó hace tiempo del sueño sesentero. No en
vano hizo una exitosa carrera como ejecutivo internacional. Esto le
permitió conocer el mundo. Y también amasar una fortuna que le
permite cierta independencia, esa independencia económica que los
republicanos clásicos tanto valoraban. Es evidente que su mujer no
necesita una jugosa y suculenta pensión de Gendarmería. Quizá todo
esto también ayuda. Como su vida está asegurada, no les teme a los
vaivenes políticos y está dispuesto a pisar huevos. Cuando muchos
de nuestros líderes se desvelan fraguando burdas estrategias
comunicacionales, Pacheco no pierde el sueño con las declaraciones y
el qué dirán. Pero ¿existirá otra razón o causa que explique el
éxito de su cartera?
Hay
otra explicación: ha podido trabajar solo, con autonomía y cierta
independencia en su cartera. Quizá su camino estaba más despejado:
Energía se escapó de los gritos de la calle y del sagrado programa.
Con esa libertad, Pacheco se interiorizó de los desafíos, escuchó,
vio lo que había que hacer y le echó para adelante promoviendo, ni
más ni menos, que la competencia, esa palabra que adoran los
economistas de Chicago y que en su sentido más amplio muchos
miembros de la Nueva Mayoría prefieren ignorar. Es más, habla de lo
que pasa en el mundo, de nuevas tecnologías, de energía solar, etc.
¡Qué diferencia si comparamos su mirada de futuro con lo que sucede
en casi todas las demás carteras!
También
ocurre algo similar con la solitaria tenacidad del ministro Valdés.
En la soledad política debe defender la responsabilidad fiscal,
frenando al coro populista.
Volviendo a la analogía del fútbol, si La Roja nos ha deslumbrado
con su juego, el
equipo de Bachelet ha convertido nuestro emblemático y admirado
juego en el campo de las políticas públicas en una pichanga de
barrio. Y el ministro de Hacienda debe jugar como un llanero
solitario.
Una barra nostálgica lo alienta imaginando esas memorables atajadas
de Claudio Bravo y a veces el inolvidable “a correr del Pato
Yáñez”.
Al
entrar a este largo e incierto segundo tiempo, nuestra Presidenta
parece seguir sumida en el voluntarismo y el determinismo del
programa. Pero su reinado enfrenta la cuenta regresiva. Ella debe
imaginar esa eventual ironía de la historia, ese capricho que sólo
maneja la diosa fortuna. Sueña que es marzo del 2018. Se encuentra
en el Congreso. Hay vítores, aplausos y también algunas lágrimas.
Debe sonreír para la fotografía. Pero despierta desconcertada
cuando se le aparece nuevamente Piñera.
Pueblos
bien informados
difícilmente
son engañados.
Hijos, nietos y bisnietos de Presos Políticos Militares se dirigieron a la Presidente Michelle Bachelet para implorar que sus parientes, mayoritariamente octogenarios y muy enfermos, puedan cumplir sus condenas con la dignidad que merecen seres humanos en nuestro país que hace gárgaras con los DDHH.