De biblias y juramentos,
por Hernán Corral.
Tempranamente las elecciones Presidenciales,
que se definirán este domingo, plantearon la relación entre religión y
política. Claudio Orrego quiso desafiar a sus contendores de primarias con el
eslogan “Creo en Dios, ¿y qué?”. Las críticas no se hicieron esperar.
Evelyn Matthei provocó otra polémica cuando
ante un grupo de evangélicos dijo que en su Gobierno “no se hará nada que vaya
contra lo que la Biblia señala”. Lo que la candidata pretendió, sin duda, fue
explicar que no vulneraría los valores cristianos en materia de matrimonio y de
protección a la vida humana.
Por su parte, Michelle Bachelet plantea en su
programa que la nueva Constitución debiera contener la “reafirmación” de “la
neutralidad del Estado frente a la religión”, lo que implicaría la desaparición
de los juramentos. Interpelada sobre esto último por su oponente en el debate
de Anatel, respondió que, más allá de alguna “frase desafortunada”, lo que se
pretendía era “asegurar que no haya una sola religión que predomine”.
Pero si fuera así, no sería necesario ningún
cambio Constitucional, ya que el texto actual garantiza la igualdad entre las
confesiones religiosas. Por el contrario, el programa auspicia un cambio de
actitud del Estado frente al fenómeno religioso, y textualmente expresa que
“deberá suprimirse de la Ley y de las reglamentaciones relativas a poderes del
Estado toda referencia a juramentos, libros o símbolos de índole religiosa”.
La candidata Bachelet y los partidos que la apoyan
manifiestan una patente insatisfacción con la situación actual, que considera
que la libertad de religión incluye expresiones que conforman el espacio de lo
público. Una de estas expresiones es el sentido Jurídico de los juramentos, por
los cuales un fiel, de cualquier religión, pone a Dios por testigo de la verdad
de lo que asevera. La nueva Constitución que se propicia debería prohibir que
las Leyes y reglamentos contemplen, siquiera como alternativa, los juramentos;
por ejemplo, en testimonios en juicio, declaraciones juradas notariales,
juramentos para asumir cargos y ejercer profesiones, etc. Nótese que estos
preceptos, o la práctica con que se aplican, permiten a un no creyente prometer
en vez de jurar; a la inversa, el nuevo “Estado laico” no toleraría que un
creyente pudiera manifestar su fe prestando juramento. Pareciera que la sola
invocación, incluso implícita, de la trascendencia vulneraría la indiferencia
religiosa Estatal. No extraña, en consecuencia, que se proponga expurgar de la Legislación
toda referencia a libros (entre ellos la Biblia, a la que se refería Matthei) u
otros símbolos religiosos.
Erradicados de las normas que regulan los
poderes del Estado, lo lógico será que se excluyan también de sus actuaciones y
ceremonias. ¿Continuará celebrándose un tedeum evangélico o ecuménico con
motivo de Fiestas Patrias, con asistencia del Presidente y las más altas
autoridades? ¿Se darán clases de religión en colegios Municipales o privados
subvencionados? Si se extreman las cosas, hasta los viejos pascueros
—representan a san Nicolás— deberían desaparecer de las reparticiones públicas.
Al avanzar por ese camino no se estará
reafirmando un Estado laico, sino construyendo un Estado “laicista”, que no es
neutral, sino confesional. La confesión oficial sería la creencia dogmática de
que las religiones deben ser arrinconadas en las casas y en los templos. Eso
sí, todas por igual.
Un genuino Estado laico debiera, en cambio,
valorar el aporte de las iglesias a la cultura, a la ética pública y a la
discusión democrática. En vez del laicismo, correspondería promover una
laicidad positiva, al estilo de la propiciada por Nicolas Sarkozy cuando
abogaba por un espíritu laico que, “al mismo tiempo que vela por la libertad de
pensar, de creer y de no creer, no considere que las religiones son un peligro,
sino más bien una ventaja”.
¿Para qué sirven los debates Presidenciales?
por Rodrigo Mardones.
Archi y Anatel han identificado los
ingredientes que potencian la audiencia de los debates Presidenciales; a saber,
la confrontación directa entre candidatos y la posibilidad de los
entrevistadores de arrinconarlos con preguntas difíciles.
En la franja televisiva obligatoria —o en otros
formatos de propaganda política— los candidatos hablan de lo que quieren hablar
y dicen lo que quieren decir. Distintamente y dependiendo de su formato, los
debates radiales y televisivos sitúan a los candidatos en el ámbito de lo
imprevisto, donde deben someterse al escrutinio público, incomodarse frente a
preguntas embarazosas, definirse ante asuntos que no manejan bien, o sobre los
que quisieran permanecer ambiguos; responder al instante de manera adecuada, o
improvisar una respuesta medianamente cuerda; todo mientras se proyecta una
imagen de seguridad, moderación, inteligencia, simpatía personal y cercanía con
la audiencia.
Según los estudiosos del tema, en los debates
televisivos se juegan dos variables que explican parte del apoyo electoral que
recibe un candidato. En primer lugar la imagen, que incluye rasgos de personalidad
y carácter, que permite a los ciudadanos formarse impresiones y que posibilita
incluso un vínculo emocional desde el votante al candidato. En segundo lugar,
el conocimiento y la posición de los candidatos sobre los distintos temas de la
agenda pública, lo que les posibilita a los ciudadanos identificar cuáles son
los asuntos principales y cuáles secundarios, así como comparar la cercanía o
distancia que los separa de los candidatos.
Los estudios comparados señalan que los debates
Presidenciales pueden generar dos efectos importantes sobre la intención de
voto de un ciudadano: cambiarla desde un candidato hacia otro, o bien
reforzarla sobre el mismo candidato. Con todo, el efecto de refuerzo sobrepasa
ampliamente al efecto de cambio de preferencias. De esta forma, nada de lo que
ocurre en un debate —incluso el veredicto de ganador que suele emitirse en la
prensa al día siguiente— puede alterar la decisión ya tomada de un segmento de
ciudadanos con opinión formada. Sin embargo, el efecto de reforzamiento también
actúa sobre ciudadanos con apegos débiles, que consideran incluso no concurrir
a las urnas. En este caso, el debate puede reactivar predisposiciones latentes
y transformar partidarios relativamente indiferentes en comprometidos votantes.
Los estudios revelan que aquellos ciudadanos
que siguen los debates están más informados sobre los asuntos públicos que los
que no los siguen; suelen leer noticias políticas y discutir de política con
otras personas, además de tener preferencias ideológicas más definidas. Aunque
hay correlación positiva con los niveles educacionales y socioeconómicos, la
evidencia es menos conclusiva en lo que respecta a raza/etnia, género y edad.
Tampoco existe evidencia contundente sobre si todo esto tiene o no un efecto
significativo en el resultado de la elección. Aunque los políticos y los
periodistas los consideran eventos críticos para el resultado final, la
evidencia empírica más reciente señala que el efecto de los debates no es
abrumador, pero tampoco es despreciable. En cualquier caso, en elecciones
reñidas cada voto cuenta; por lo tanto, los candidatos se cuidan de capitalizar
los pequeños márgenes de ganancia electoral que un debate puede arrojar.
La principal función de los debates televisivos
y radiales es la de constituirse en un foro público de ideas, un foro que
resulta único y clave para el funcionamiento de la política. En las democracias
contemporáneas no existe ningún foro público similar; ni las sesiones del
Congreso, ni los cabildos abiertos, ni las asambleas ciudadanas, ni las
convenciones partidistas. Por lo tanto, el sistema político chileno debe
asegurar la realización de debates Presidenciales en condiciones de igualdad y
sin la exclusión forzada o voluntaria de ningún candidato. A diferencia de la
propaganda electoral, los debates Presidenciales no deben ser un espacio seguro
para que los candidatos digan lo que quieran. Es fundamental que el formato de
los debates obligue a los candidatos a definirse sobre temas difíciles,
favorezca la confrontación de ideas y genere una verdadera deliberación
política; donde frente a la ciudadanía los candidatos sean forzados a defender
y justificar sus puntos de vista y a refinar su razonamiento político.
Propuesta Constitucional de la Nueva Mayoría,
por Ignacio Covarrubias y Julio Alvear.
El programa de Gobierno de Michelle Bachelet
incluye varias innovaciones Constitucionales. Si bien algunas se mantienen en
una esfera de ambigüedad propia de un documento político, quisiéramos subrayar
dos aspectos en los que creemos que la posición de la candidata debe ser
aclarada: derechos fundamentales y el rol del bien común en la sociedad.
1) La propuesta concibe los derechos humanos
como un “mínimo ético universal en que los pueblos civilizados basan sus formas
de convivencia”, pero respecto de ese “mínimo” hay ambigüedad. ¿Es posible
concebir un mínimo ético con posiciones maximalistas sobre derechos tales como
“la autonomía moral de las personas”?
La pregunta no es ociosa. Sobre estas nociones
se sustenta el aborto, la eutanasia, la legalización de las drogas, entre otras
pretensiones que no hacen sino sustituir el “mínimo ético” de todos, por los
derechos de unos confrontados con los derechos de otros. Hay dos nociones de
“autonomía” en pugna: una supone que el individuo comienza y termina en sí
mismo, y otra que lo reconoce en pertenencia a una comunidad y a un cierto
orden trascendente. Sin precisiones como éstas, los derechos humanos se
transforman en instrumentos de un campo de batalla, donde las exigencias de la
vida en sociedad no se resuelven con miras al bien de todos -aquel mínimo común
moral-, sino bajo la lógica de la imposición de unos sobre otros.
Llama la atención que se proclame una
irrestricta libertad individual en casi todos los ámbitos, sin otorgar
relevancia a aquellos aspectos del bien común que suelen estar representados
por exigencias comunitarias tales como la salud, seguridad y moralidad
públicas, entre otras. La totalidad de las Constituciones y los documentos
sobre derechos humanos han reconocido que el ejercicio de las libertades tienen
como contrapartida el deber de respetar tales aspectos del bien común. Se echa
de menos la armonización entre los derechos de las personas y sus deberes para
con la comunidad.
2) La propuesta también advierte un claro sesgo
por “publificar lo privado en materia económica y privatizar lo público en lo
moral”. Es sintomático que la única ocasión en que el texto incorpora
explícitamente la relevancia del “bien común” es en el derecho de propiedad,
aunque ninguna importancia le da a “lo público” como factor moderador de los
derechos individuales.
Bajo esta lógica binaria, habría un legítimo
interés en que la autoridad vele por la “moralidad pública” de las operaciones
financieras (caso La Polar), pero queda la duda si dicho aspecto del bien común
podría ser lícitamente empleado para limitar “los derechos sexuales y
reproductivos” o el “libre desarrollo de la personalidad” cuando éstos
afectaren los derechos de otros o los intereses de la sociedad. Esto no se
aviene con el Derecho Internacional de los derechos humanos (que, según el
texto, debe seguirse como modelo) ni tampoco con la tradición constitucional
(que el proyecto dice, debe respetar).
Las imprecisiones del programa de Gobierno de
Michelle Bachelet pueden esconder peligros relevantes y contradicciones
importantes, tanto para la democracia como para las personas y sus derechos.
Chile, el exitoso modelo no defendido.
Sobre el enorme progreso de Chile en las
últimas décadas ha pendido siempre una incógnita. Los sucesivos y muy disímiles
Gobiernos, con encomiable visión, mantuvieron el sistema socioeconómico que nos
ha puesto a la cabeza del avance en Latinoamérica, pero subsistía la duda de si
habían logrado hacer comprender a la población el vínculo causa-efecto entre
ese sistema y el avance resultante del mismo, y lo anterior específicamente en
áreas vitales para las grandes mayorías, y no solo para ciertas minorías —según
la caricatura que sistemáticamente promueven sus detractores, apegados a Estatismos
del siglo pasado—.
Esa comprensión es un fenómeno esencialmente
político, que no depende de estadísticas y cifras, por macizas que ellas sean.
Por eso, hace ya años que respecto de Chile se ha ido divorciando la opinión
exterior de la interior. Internacionalmente —sobre todo en comparación con el
resto de los países latinoamericanos— se nos califica mucho más favorablemente
que cuanto muestra la opinión interna, alcanzada por demandas insatisfechas,
urgencias no atendidas y expectativas no cumplidas.
La “clase política” —derecha e izquierda por
igual— tenía el deber de conducir y liderar este proceso, y de hacer entender
las dificultades del camino, como las ha tenido todo país que haya logrado el
desarrollo. Pero no lo ha hecho, ni siquiera en momentos de cénit, como el
restablecimiento de la democracia en 1990, con los primeros Gobiernos de la
Concertación, marcados por grandes acuerdos políticos, en la mejor tradición
republicana.
Los actores de la vida económica y social
chilena, y especialmente el nuevo empresariado que eclosionó en Chile en este
inédito marco propicio para el desarrollo, también han omitido dedicar
esfuerzos a esta labor indispensable de explicación del “modelo”, dándolo
—cómoda e imprevisoramente— por garantizado.
En ese cuadro, con los años se ha ido
acumulando crecientemente un cúmulo de impaciencias, resentimientos y rebeldías
comprensiblemente surgido de frustraciones a las que nadie ha sabido o querido
responder con explicaciones sostenidas, “pedagogía cívica” (y también
económica, en cuanto al significado y resultados del sistema en aplicación),
búsqueda de acuerdos elevados que aseguraran la mantención del desarrollo, sin
perjuicio de atender a múltiples ajustes “blandos” respecto del bienestar
general, que podrían reducir la percepción de desigualdad en los progresos.
Breve trecho podía mediar entre ese malestar
inicialmente difuso y las posiciones extremas, la violencia, la ilusión de que
descartando todo “el sistema” se podría avanzar más rápido, el anarquismo
propiciado por cierto grupos exaltados, casi al modo del siglo XIX.
Ante eso, y muy lamentablemente para nuestro
país, la derecha no ha podido articular un discurso político que haga
entendible el efecto práctico de su ideario para las personas, y la
Concertación, por su parte, no ha sabido valorar su propio acierto y éxito, y
renovarlo.
De allí esa sensación de orfandad de opciones
modernas, que da a los discursos alternativos, utópicos, extremistas, una
gravitación muy superior a la que merecen, desatando un clima de negativismo
generalizado, cuyo conjunto sorprende por la incongruencia entre el
catastrofista retrato de Chile que se desprende del decir de no pocos, por una parte,
y las excelentes cifras socioeconómicas que han fluido y siguen fluyendo
durante este año.
Cualquiera sea el nuevo Gobierno, será una
necesidad de prudencia encauzar esas percepciones, a la vez demasiado
pesimistas y demasiado optimistas, por vías políticas y económicas que la
población común pueda comprender fácilmente.
Propuestas programáticas y efectos en la inversión.
La proximidad de la elección Presidencial ha
puesto en discusión la desaceleración de la inversión, que es un hecho, y que
ocurre a un ritmo acentuado. Tras el aparente desacuerdo en torno a sus causas,
hay concordancias relevantes para el futuro de las políticas.
La primera es que la desaceleración es una mala
noticia para el país -de ahí la búsqueda de responsables-, pues anticipa menor pujanza en empleo y
remuneraciones, con obvias consecuencias negativas para la población y la
recaudación Fiscal, lo que limita beneficios a quienes dependen del apoyo Estatal.
La discusión ha develado un profundo consenso subyacente en torno a la
importancia del buen desempeño de la economía y a la necesidad de supeditar
reformas, medidas y programas a la preservación del crecimiento. La segunda conclusión
compartida es que el país ha vivido una bonanza extraordinaria, y que el muy
probable fin de tal bonanza explica parte de la desaceleración de la inversión.
Este consenso es valioso, y debe moderar la predisposición a comprometer
recursos públicos para no arriesgar el desempeño de la economía.
En cambio, no hay acuerdo en torno al efecto
sobre la inversión que estarían teniendo propuestas centrales de la candidatura
de la Nueva Mayoría: nueva Constitución y la reforma tributaria. Esto se
explica debido a que su efecto se da a través de las expectativas de los
inversionistas, cuestión difícil de dimensionar y proyectar con exactitud.
Mientras el eventual Gobierno de la Nueva Mayoría no sea una certeza y el
contenido exacto de las propuestas no sea revelado, sólo caben conjeturas sobre
su real impacto futuro en el ambiente político y los incentivos para invertir
en el país, y por ende sobre su contribución a la actual desaceleración de la
inversión.
Con todo, es preocupante que la candidata de la
Nueva Mayoría continúe manteniendo la ambigüedad sobre su disposición a
impulsar reformas Constitucionales que no cuenten con el apoyo Parlamentario
definido en la actual Constitución. La poca voluntad para dar a conocer el
mecanismo concreto a través del cual piensa impulsar el cambio Constitucional
que propone genera una incertidumbre que bien puede constituir un freno mayor a
la inversión.
Está asimismo pendiente profundizar el análisis
técnico de la propuesta tributaria de “eliminar el FUT”, que sigue siendo
defendida como una vía para recaudar más, sin efectos sobre la inversión y el
empleo, porque iría acompañada de depreciación instantánea de la inversión en
capital fijo (construcciones y maquinarias). El argumento ignora que las
utilidades empresariales son un retorno a varias formas de capital, entre ellas
el capital fijo, pero también capital humano, en la forma de conocimientos y
talentos empresariales aplicados, que determinan el éxito de las empresas. La
propuesta discrimina en contra de proyectos intensivos en ese capital humano,
no susceptible de depreciar. Siendo ese capital humano móvil, es predecible que
la propuesta va a afectar el desarrollo de proyectos intensivos en él, con un
costo muy elevado para el país, porque son los proyectos que más contribuyen a
elevar la productividad de factores, condición sine qua non para un crecimiento
a buen ritmo.
El puente de Chacao.
Esta semana se abrió la oferta económica del
consorcio que postula a construir el puente de Chacao. Dado que ella estuvo por
debajo del valor máximo estipulado por el Gobierno en la licitación, el puente
sería una realidad en algunos años. La obra de ingeniería será la más
espectacular de las últimas décadas, y el puente colgante, el más largo de
América del Sur. El que esta obra se realice es un logro del Presidente Piñera,
quien, contrariando muchos augurios negativos, consiguió que hubiera oferentes
que cumplieran con las bases de licitación. El consorcio que se la adjudicó
está formado por grandes empresas internacionales con mucha experiencia en esta
clase de obras.
Con todo, seguimos pensando que no es
conveniente construir dicho puente en este momento, pues lo desaconsejan
diversos estudios, dados los niveles de tráfico actuales y en el futuro mediato
—salvo, tal vez, por sus aspectos simbólicos—. La evaluación social de este
proyecto aún no resulta sólidamente convincente. Por los buenos resultados del
Plan Chiloé, la isla posee una buena conectividad con el continente, así como
con otras islas del archipiélago. Se cuenta con servicios regulares y
frecuentes, hasta la medianoche. Además, desde el año pasado hay vuelos
comerciales regulares, y la aerolínea está analizando aumentar las frecuencias.
En tales condiciones, no parece un uso óptimo de recursos el destinar 360 mil
millones de pesos para que unos pocos miles de vehículos al día puedan ahorrar
media hora al cruzar el canal de Chacao. Esto no significa que nunca deba
construirse, sino que sería preferible esperar algunos años, hasta encontrar la
ocasión más adecuada. En todo caso, el Plan Chiloé consiguió —acertadamente—
retrasarlo por cinco años, y ha significado a la isla notorios beneficios.
En un cambio de sus declaraciones iniciales, el
Ministerio de OO.PP. anunció que el puente tendría un peaje no para pagar a un
concesionario inexistente —el proyecto se realiza como obra pública—, sino para
contribuir a su mantenimiento. Estas obras, expuestas a las sales marinas,
deben ser mantenidas en forma continua para que no se deterioren antes de
cumplir su vida útil, y el Estado es históricamente ineficiente en asignar
recursos al mantenimiento rutinario, por lo que incorporarlos al proyecto es
una respuesta realista a las debilidades del sistema público.
Una arista que requiere detenida reflexión es
la relativa a que este puente se construya como obra pública, a un costo mucho
menor que el de una concesión, que se estima 30% superior (aunque en este caso
se incluye el mantenimiento durante el período de la concesión). Si es así,
cabe preguntarse si las concesiones no tienen ventajas sobre el esquema
tradicional de obras públicas, por lo que deberían dejar de usarse. Una
posibilidad es que los operadores que participan en el mercado chileno de
concesiones no sean competitivos, lo que explicaría los altos costos, en cuyo
caso deberían hacerse esfuerzos por atraer a nuevos actores. Otra hipótesis es
que el financiamiento privado sea más caro que el público, y eso explique la
diferencia. En tal caso, a menos que existan factores compensatorios —tales
como incentivos para reducir los costos de ciclo de vida del proyecto, menores
plazos de construcción, mejor mantenimiento, o ineficiencias del aparato
público que no se dan en el sistema de concesiones—, no habría razón para usar
concesiones. Una última posibilidad es que los valores del puente terminen
siendo mucho mayores en la práctica, si las empresas encuentran eventualmente
problemas en su realización, que requieran renegociar el contrato original por
un mayor valor —algo que también ocurre con los concesionarios—. La respuesta a
estas preguntas puede determinar el futuro de la industria de concesiones.
El futuro de la industria salmonera.
Los resultados al tercer trimestre de las cinco
empresas salmoneras que cotizan en bolsa muestran a tres de ellas con números
rojos, acumulando pérdidas que suman 79 millones de dólares. La explicación no
reside en los precios del producto —que se han recuperado—, sino en sus costos,
que han subido en casi 30%, según algunas estimaciones. Esta alza se debe
principalmente al recrudecimiento de los problemas sanitarios, que luego de la
epidemia del virus Isa se habían mantenido a raya por un tiempo, pero
retornaron junto con el aumento de la biomasa en el agua. La reaparición de
patógenos obligó a gastar más en tratamientos y otras medidas de prevención y
contención, pero además ha empeorado los indicadores productivos (mortalidad,
peso de cosecha, etc.), todo lo cual se ha traducido finalmente en un mayor
costo unitario. Los próximos meses se avizoran complejos en esta materia,
porque el verano y la mayor temperatura del agua favorecen el desarrollo de
enfermedades, pero también se advierten dificultades financieras para la
industria, pues con los actuales flujos se hace más difícil cumplir las
obligaciones con bancos y proveedores, y mantener a la vez óptimas faenas
productivas.
Por cierto, este panorama general no
necesariamente se da en todas las empresas.
Sin embargo, a pesar del difícil momento
actual, el futuro de la salmonicultura chilena sigue siendo auspicioso. La
demanda crece sostenidamente y el país tiene ventajas extraordinarias de
geografía y clima para el cultivo de salmónidos, además de una vasta
experiencia acumulada como el segundo mayor productor mundial. Eso explica que,
incluso en la actual coyuntura, se mantenga el interés de los inversionistas
extranjeros por ingresar o aumentar su participación en la industria local.
Para aprovechar esas ventajas comparativas y
lograr que la salmonicultura chilena recupere competitividad, resulta vital
mejorar las condiciones sanitarias, pero es igualmente importante hacerlo al
mínimo costo posible. Esto supone eliminar normas que originan más costos que
beneficios —algunas de ellas introducidas en la urgencia post-virus Isa— y
considerar otras que podrían ser más eficaces, como limitar el crecimiento de
la biomasa en las zonas más densas y con mayores problemas sanitarios. El
asunto es complejo, ya que existe insuficiente información y porque algunas
medidas, como el reordenamiento productivo en macrozonas separadas por
corredores, no han terminado de implementarse, por lo cual difícilmente se las
puede evaluar.
Es un deber tanto de este como del próximo Gobierno
abordar este desafío, partiendo por generar la información de base que se
necesita, pues el devenir de la industria salmonera tendrá un efecto
determinante en el empleo, crecimiento y desarrollo de las tres regiones más
australes de Chile.
Correspondencia destacada.
Señor Director:
¿Campaña del terror?
Campaña del terror es lo que hizo la
Concertación en 2009, cuando decía que Sebastián Piñera acabaría con todos los
beneficios sociales si llegaba a La Moneda. Lo cierto es que no había ningún
antecedente para sostener aquello y, finalmente, los hechos han terminado
demostrando lo equivocada que estuvo la Concertación: en casi cuatro años de Gobierno
los beneficios sociales han aumentado (posnatal de seis meses, descuento del
7%, Ingreso Ético Familiar, kínder obligatorio, ampliación de red de jardines,
etcétera), y se han extendido incluso para la clase media.
En cambio, que algunos Ministros sostengan que
las propuestas de Michelle Bachelet estarían causando desaceleración en la
inversión es una tesis más que aceptable, y en ningún caso una campaña del terror.
No hay que ser un genio para entender que un empresario actúa con mayor cautela
cuando la candidata Presidencial que lidera las encuestas promete subirle los
impuestos y cambiarle las reglas del juego.
Fernando Ávalos P.
Señor Director:
Debates Presidenciales.
En Chile nos faltan más y mejores debates Presidenciales.
Lo digo tras haber participado como
conductor-periodista-moderador en seis programas este año, desde los que
realizamos en TVN previo a las elecciones primarias, hasta los que preparamos
en Archi y Anatel.
Soy testigo de cómo las personas que
organizaron estos encuentros hicieron su mejor esfuerzo por estimular el
intercambio de ideas. Pero una y otra vez, al igual que en elecciones
anteriores, diversos asesores presionaron por obtener las mejores condiciones
para sus candidatos y candidatas: máximo impacto y mínimo riesgo. Esto se
tradujo varias veces en programas de entrevistas simultáneas y consecutivas,
donde los periodistas teníamos dos o tres minutos para preguntar, con mínima
posibilidad de generar la discusión que el público (y posible elector) busca en
estos espacios.
Rescato positivamente el formato que recién
alcanzamos en el último debate Anatel y los programas que en junio realizamos
en TVN con los precandidatos de la Alianza y Nueva Mayoría.
Pero ¿volverán los tira y afloja en una próxima
elección? Creo importante revisar y aplicar de manera sistemática los mejores
modelos que ya existen en otros países, donde lo principal no sea cuántos
minutos tendrá cada uno, sino el intercambio libre y respetuoso de ideas y
propuestas.
Queda abierto el debate.
Mauricio Bustamante, Periodista TVN y Radio
Infinita.