Como resultado de un vergonsozo fraude ayer fue investido como Presidencia de Venezuela Nicolás
Maduro Moros,
por un período de 6 años, con el respaldo de UNASUR.
UNASUR apoyó fraude de Maduro.
Entendiendo que el
objetivo de UNASUR “es apoyar, respaldar y resguardar la democracia, el Estado
de Derecho, el respeto a todos y cada uno de los ciudadanos, la protección de
la libertad, y la protección de muchos valores que son muy sentidos y queridos
en América Latina", como dijo Piñera, nos pare inaudito que el Presidente
de Chile haya sostenido que en la reunión de Lima, de la noche del jueves, se
haya apoyado un resultado electoral a todas luces fraudulento y que por su génesis
transforma en ilegítimo el Gobierno de Nicolás Maduro, que asumió ayer por un
período de tres años.
No entendemos que hacían
en la reunión de emergencia de la Unasur el Presidente de Chile, Sebastián
Piñera, y el Mandatario de Colombia, Juan Manuel Santos, supuestamente
Gobernantes libertarios, avalando los resultados ofrecidos por el Consejo
Nacional Electoral de Venezuela y la
toma de posesión del poder de ayer por parte de Maduro, en circunstancias de
existir claras evidencias de fraude, grosera intervención electoral y que no se
haya hecho una auditoría y recuento de votos del 100% de los resultados del
proceso eleccionario del domingo, como aconsejaría la más elemental muestra de
cautela y justicia.
Nosotros votamos por el
Presidente Sebastián Piñera, por considerarlo el mal menor, e
independientemente de que creemos que ha hecho una buena administración de
Gobierno, enfrentando temas a los que durante 20 años la concertación aludió
buscar solución, nos parece insólito que haya hecho un frente común con los
Gobiernos de Argentina, de Bolivia, de Ecuador, de Uruguay, entre otros,
claramente antidemocráticos para dar una puñalada en la espalda al pueblo y al
sistema democrático venezolano aprobando un resultado espurio que ha arrebatado a la ciudadanía su
derecho a elegir.
Equivocado rol del Senado
por Rodrigo Delaveau (*).
El juicio que se llevó a
cabo en el Senado, en el cual se resolvió condenar al ministro de Educación
acusado de infringir la Constitución, presentó aristas político-institucionales
que evidentemente no fueron bien comprendidas por los intervinientes, desde el
rol distinto que están llamadas a desempeñar ambas cámaras, hasta el hecho que
para un senador actuar como jurado era sinónimo de ser “imparcial”, o incluso
que podía dividirse la condena de la sanción.
A los senadores les
correspondía decidir en conciencia, sin que estuvieran obligados a justificar
su voto. ¿Se sigue de esto que podían resolver discrecionalmente o por simple
consideración política? Ciertamente, no. Veamos las razones. En primer lugar,
porque dictar fallo en un proceso de esta naturaleza es pronunciarse sobre la
responsabilidad de un acusado, pronunciamiento que en los jurados es
dicotómico: culpable o inocente, no hay términos medios. Y para condenar a
alguien se requería un alto estándar de convicción a la luz los antecedentes y
argumentos. En caso de duda razonable no procedía la condena, pues ella,
finalmente, es el ejercicio de una función jurisdiccional puesta en manos de un
órgano legislativo.
En segundo lugar, porque
el Senado no estaba para repetir lo actuado por la Cámara. No era una segunda
instancia, sino más bien la única. Si resulta comprensible -aunque discutible-
que en la Cámara de Diputados se decidiera la procedencia de la acusación bajo
el prisma de la opción política, ello no era aplicable respecto de la actuación
del Senado, que dictó un fallo que
afecta -en forma inapelable y de modo muy grave- el prestigio y los derechos de
un individuo, incluso más allá del cargo que ostentaba.
Por último, el Senado
renunció a su rol y se transformó en una cámara política, lo que
constitucionalmente no es procedente. Por esa razón es que de acuerdo con
nuestro ordenamiento institucional, sólo la Cámara de Diputados tiene facultades
fiscalizadoras, y al Senado se le prohíbe fiscalizar; es la Cámara la que acusa
y el Senado el que resuelve. Esta diferencia de función, como “Cámara Alta”, se
ratifica en otras atribuciones, como emitir su dictamen ante una consulta
presidencial y aprobar nombramientos de ciertas autoridades, de las que carece
la “Cámara Baja”. Si no hubiera tales diferencias, no se entendería la razón de
existir del sistema bicameral.
Hay aquí, por lo tanto,
una lógica, un rol y una responsabilidad constitucional que el Senado rehuyó:
se le entregó a la Cámara Alta un papel de mesura y de decisiones de carácter
republicano y no meramente político. Al votar a favor de la acusación, sin
convicción absoluta o por solidaridad con la coalición a la que se pertenece
-como se ha dicho que sucedió con algunos diputados-, significó no sólo la
desnaturalización de las atribuciones constitucionales del Senado y faltar al
deber de resolver conforme a la propia conciencia, sino también un incierto
precedente para futuras eventuales acusaciones. Después de todo, en democracia
nunca una asamblea política puede tener la facultad de aplicar condenas
personales, de las que hay triste recuerdo en la historia de la humanidad. La
destitución del ministro Beyer fue una más de aquellas.
(*) Delaveau es Profesor
de Derecho Constitucional U. C.
En torno a la crispación
por David Gallagher.
Llego a Chile después de
un viaje, y el país me parece cambiado. Unos amigos me preguntan si en mi
próxima columna voy a advertir que nos estamos yendo al diablo, dada la
crispación que hay, y digo que sí, que a lo mejor sí, pero al sentarme a
escribir, me nacen dudas. Todos los países se pueden ir al diablo y Chile no es
una excepción: de allí que apoyo el eco que hace el Presidente Piñera de una frase
que usaba mucho Ricardo Lagos Escobar, de que "cuidemos Chile". Pero
pienso también que hay que ver los turbulentos hechos de las últimas semanas
con algo de perspectiva y de calma.
Primero, las huelgas. Nos
olvidamos de que aumentan mucho en años electorales. Hace poco salió en este
diario un dato impactante: que en el último año de Bachelet, se perdieron 6,4
millones de horas-hombre en huelgas y paros, una cifra seis veces superior a la
normal. Segundo, la movilización estudiantil. Algunos analistas ilusos decían
que este año no se iba a dar, porque la gente iba a estar concentrada en las
elecciones. Pero los dirigentes estudiantiles han detectado que muchos
políticos creen que, para ganar votos, tienen que congraciarse con ellos. Por
eso mismo, lo probable es que en este año electoral protesten como nunca.
Lo que sí es preocupante,
aunque no nuevo, es el desprestigio de la clase política. En parte se debe al
sistema binominal, pero en este momento los factores de desprestigio más
contundentes son el sectarismo ciego que despliegan muchos políticos, y el
abismal populismo en que han caído, como si vieran su rol como el de nada más
que decirle a la gente lo que quiere oír. Un ejemplo especialmente desdeñable:
su obsecuencia frente a los dirigentes estudiantiles, su afán de llevarles el
amén en todo. La reacción de estos es entendible: la de pedir más y más y, ante
la debilidad de los políticos frente a ellos, hacerles un bullying continuo,
desde la calle, desde los medios sociales, y en los pasillos y las galerías del
Congreso mismo.
Este bullying ha sido el
factor principal detrás de la vil acusación contra Harald Beyer, el Ministro de
Educación más preparado que ha tenido el país en mucho tiempo. Al destituirlo,
los Legisladores de la Concertación han querido nada más que complacer a los
dirigentes estudiantiles, y por tanto a esa "ciudadanía" que dicen
representar. Qué terrible el espectáculo que dieron el miércoles estos Senadores:
elogios hipócritas a la integridad del Ministro y, enseguida, contorsiones
verbales, con invocaciones abstrusas a textos legales y Constitucionales, para
hacernos creer que no votaban en bloque, sino en conciencia. Terrible verlos,
uno tras otro, recurriendo a tanta jerga y tanto resquicio, para disfrazar su
servilismo. Lo que consiguieron, quién lo duda, fue ganarse no el aprecio, sino
el olímpico desprecio de los líderes estudiantiles.
¿Por qué, entonces,
albergo algún optimismo por el futuro del país? Porque no todos los políticos
son así, y porque creo que de aquí a noviembre una mayoría de chilenos va a
quedar asqueada con este tipo de comportamiento: una mayoría silenciosa, de
gente moderada, que los políticos populistas no ven y no oyen a través del
griterío de quienes se toman la calle. Lo de Beyer debería ayudar a despertar a
esa mayoría, no para que salga a marchar -se trata de gente que no dispone del
tiempo o el ánimo para estar vociferando en las calles-, sino para que en las
urnas, donde el voto secreto no es susceptible a bullying , voten en contra de
candidatos que, al llevarnos a una crispación propia de patotas matonescas, han
dejado de cuidar el país, habiendo además abandonado, con abyecto servilismo,
ese criterio individual cuyo ejercicio es la mínima responsabilidad que adquieren
al ser elegidos.
Riesgos de eventual fin del "superciclo" del cobre.
Los expertos parecen
divididos sobre si el favorable ciclo que han experimentado las materias primas
desde mediados de la década pasada -que algunas voces denominan como “superciclo”-
ha empezado su declive o se extenderá en el tiempo. La baja de precio que en
los últimos meses han experimentado metales como el oro o el cobre han hecho
revivir justificadamente esta inquietud, que en el caso de Chile resulta
especialmente relevante, considerando la fuerte dependencia que la economía
tiene aún con el cobre. La industria minera chilena ha enfrentado alzas de
costos significativas, lo que está llevando a una pérdida de competitividad de
la minería, situación que no parece estar siendo enfrentada con la debida
urgencia en lo que se refiere a los factores externos, como costos de la
energía o de la mano de obra, o internos, como las mejoras de productividad en
las empresas.
Las cifras indican que en
los últimos siete años el cobre registró un precio promedio de US$ 3,37, siendo
éste su mejor ciclo en la historia. Parte significativa de esta bonanza se
explica por la fuerte demanda del metal por parte de China, que en la última
década ha experimentado en promedio tasas de crecimiento de dos dígitos, así
como a la abundancia de liquidez que ha llevado al alza en el precio de los
commodities. Beijing intenta enfriar la economía de su país, y ello ha llevado
a reducir el ritmo de crecimiento chino, que debería rondar el 8% este año y el
próximo, según el FMI. Si bien numerosos analistas siguen viendo como probable
que la libra de cobre se mantenga en torno a los US$ 3, los precios
probablemente no serán tan favorables como ha sucedido hasta ahora, a lo que
cabría agregar una posible sobreproducción en el mercado mundial, según han
alertado ejecutivos del sector.
El alto precio del cobre
alentó una fuerte llegada de inversiones al sector minero chileno, pero también
dio pie a que los costos de producción se elevaran sustantivamente. En los
últimos cinco años éstos se han incrementado en torno al 50%, por sobre la
media de lo que ha ocurrido en la industria minera mundial, una estructura que
difícilmente podrá ser sostenible sin dañar los márgenes de rentabilidad si los
precios del metal decaen. Múltiples factores han incidido para crear este
cuadro. Allí destacan la fuerte alza que ha experimentado el precio de la
energía, costos laborales crecientes no ligados a aumentos de productividad,
caída en las leyes de los metales, apreciación del peso y escasez de agua. El
país debería empeñarse en corregir aquellos factores que inciden en estos
mayores costos, pues la pérdida de competitividad de la minería chilena parece
estar asomando como factor preocupante.
Lamentablemente, las
señales que se han visto en los últimos meses resultan desalentadoras, donde
los intereses sindicales y electorales parecen prevalecer frente a cualquier
consideración técnica. Las dificultades que han encontrado múltiples proyectos
termoeléctricos para instalarse en la zona norte -y que resultan cruciales para
asegurar energía competitiva a la industria minera- no hacen sino retrasar las
soluciones que el país requiere. También constituye una señal especialmente
regresiva el reciente paro general realizado por los trabajadores de Codelco,
cuyo petitorio excede lo propiamente sindical, generando un cuadro de tensión
que impide avanzar en las soluciones que la industria -y especialmente Codelco,
cuyos costos de producción han aumentado por sobre la minería privada- requieren
con urgencia.
Peligroso punto de inflexión.
Todo cuanto ocurre lleva a
concluir que el país sigue un curso de creciente crispación política, algo
nunca deseable, y tanto menos ahora, cuando el debilitamiento de los consensos
en que se basa nuestra convivencia -y que parece estar en el trasfondo de
muchas de las movilizaciones que han venido ocurriendo y en varias de las
anunciadas- puede traducirse en inestabilidad institucional, con sus múltiples
y negativas secuelas en todos los ámbitos. En ese escenario, la destitución de
Harald Beyer como Ministro de Educación es solo una manifestación más de ese
clima.
Alarma la facilidad con la
que líderes estudiantiles, algunas figuras Parlamentarias y un grupo de
dirigentes sindicales se refieren de manera despectiva a las instituciones que
hicieron posible el progreso sin precedentes del país en los últimos 30 años,
desde la Constitución que nos rige -objeto, sin embargo, de 15 procesos de
reforma desde su entrada en vigencia, varios de ellos de sustancial
envergadura-, pasando por el modelo de generación de riqueza en que se funda
nuestra prosperidad, e incluyendo a las opciones educacionales privadas, que
han permitido avanzar en la cobertura educativa hasta inéditos promedios que ya
superan los 12 años de estudio. Esa descalificación genérica no se acompaña de
propuestas precisas, sino de eslóganes sin real contenido, absolutamente
incapaces de resolver los problemas que imputan a las instituciones que
repudian. Hay en todo eso una visiblemente ilimitada liviandad de análisis y
una falta de rigor intelectual en las distinciones. En algunos de esos
personeros del rechazo se advierte, además, una crítica a la
"tecnocracia" -esto es, el saber fundamentado- como diseñadora de las
políticas públicas, a la meritocracia como forma de movilidad social, y a la
democracia representativa como forma de gobierno.
Parecería como si, de
pronto, el éxito alcanzado por el país no hubiese resultado de políticas
correctas aplicadas con esmero y persistencia. Desde esa perspectiva, tal éxito
sería más bien una ilusión, que esconde una multitud de problemas, de los
cuales los métodos aplicados hasta ahora serían causa directa. También
parecería como si esos críticos dieran por sentado el actual buen estado de
cosas y, por tanto, pudiesen gratuitamente proponer todo tipo de modificaciones
institucionales, sin que ello tuviese consecuencia alguna en la trayectoria
exitosa que el país ha recorrido hasta ahora. Hay una curiosa ausencia de
percepción de riesgo en las propuestas que se formulan, como si esa misma
exitosa trayectoria seguida por el país en las últimas décadas hubiese
anestesiado la capacidad de la ciudadanía para advertirlo.
Obviamente, y como todas
las sociedades, la chilena requiere reformas en muchos ámbitos, tanto porque su
propia evolución requiere adaptarse a situaciones nuevas, como porque, en
algunos casos, problemas de diseño originales habían pasado inadvertidos y
ahora se hacen más evidentes. Pero reformar, adaptar y mejorar es distinto de
desmantelar o cambiar estructuras en su totalidad. Tampoco se puede sustituir
sin costos el esfuerzo y la persistencia por la embriaguez de la movilización o
la gratuidad, y menos se pueden resolver problemas muy complejos, que requieren
estudios y conocimientos para ser abordados, por simplificaciones conceptuales
que nacen de conversaciones de pasillo.
El siglo XXI es
interconectado y global, competitivo y digital, en el que el conocimiento y el
trabajo bien hecho son la base para mejorar la calidad de vida de las personas.
El negativo punto de inflexión en que al parecer estamos hoy inmersos todavía
puede ser desactivado. Pero eso requiere visión, decisión y trabajo lúcido de
dirigentes de todos los sectores, que reinstalen el trabajo serio y el premio
al mérito y al esfuerzo como centro de nuestra actividad, desechando el
facilismo ingenuo y las simplezas burdas que algunos proponen.
El Congreso, ¿la batalla decisiva?
La pérdida de la precaria
«mayoría» con que el Gobierno había conseguido manejarse en el Congreso fue uno
de los datos «duros» que puso en evidencia la acusación constitucional contra
Harald Beyer. Dicha mayoría en rigor no era tal: mientras que el control del
Senado siempre lo ha tenido la oposición, entre los Diputados el Ejecutivo
salvaba sus iniciativas gracias a un inestable entendimiento con Parlamentarios
independientes. Estos podían variar en sus posturas frente a proyectos
específicos, pero a la hora de las «grandes decisiones» terminaban dándole al
oficialismo los votos para salir adelante. Ese modus vivendi es el que ahora
parece haberse derrumbado. Un elemento adicional, el de los conflictos a raíz
de la nominación como Vicepresidente de la Cámara del ex DC Pedro Velásquez
(elegido en virtud de un acuerdo de «gobernabilidad» con la Alianza y pasando
por alto sus discutibles antecedentes judiciales, para así asegurar que
rechazara la acusación), puede transformarse en el epílogo de este proceso.
La situación augura un último
período Legislativo difícil para el Gobierno, pero de ella también saca
conclusiones la oposición: desprestigiado y todo, el control del Parlamento
sigue siendo crítico para quien esté en La Moneda. Y los esfuerzos por
conseguirlo, o al menos evitar que el adversario lo haga, pueden ser la batalla
decisiva de este año electoral.
La apuesta
Bachelet. Con ella manteniendo su dominio en las encuestas,
construir esa “nueva mayoría” de la que ha hablado apunta, en la visión de
muchos opositores, más que a su propia elección —que dan por segura— a
maximizar la representación Parlamentaria de su sector. La apuesta es reeditar
las performances de la Concertación en los ’90, cuando conseguía diez o hasta
doce doblajes en Diputados, alcanzando en la Cámara los quórum para modificar
por sí sola leyes orgánicas e incluso reformas Constitucionales; a eso suman la
esperanza de lograr también doblajes en dos o tres circunscripciones Senatoriales.
La expectativa se basa precisamente en el «efecto Bachelet»: la convicción de
que su popularidad tendrá un fuerte impacto movilizador —determinante en el
actual sistema de voto voluntario—, en contraste con una Alianza en la que
campea el derrotismo, y que todo eso se reflejará además en sufragios para los ´Parlamentarios
que la apoyen. En tal visión, lo que ocurra en la primaria puede marcar un
hito, si la oposición consigue un número de participantes sensiblemente
superior al oficialismo. El análisis es que, en un escenario así, Bachelet
emergería ya a mediados de año como una virtual Mandataria electa. La campaña
posterior se concentraría en asegurar «un Parlamento para la Presidenta».
El segundo pilar de la
estrategia opositora es el de multiplicar la eficacia electoral incorporando en
su lista a una coalición amplia, «desde el PRI al PC», que aporte votos y
minimice el riesgo de candidaturas «descolgadas». Hasta ahora, iniciándose un
fin de semana que puede ser decisivo para las negociaciones, el objetivo parece
cerca de lograrse. Y para enfrentar lo que falte, la propia Bachelet fijó una
línea, al abrirse incluso a que los jóvenes de Revolución Democrática se
incorporen a la plantilla opositora, aun cuando todavía no se comprometan a
apoyarla a ella. Así, la única amenaza importante «por fuera» la representan
ME-O y la capacidad que muestre de conformar una lista propia competitiva.
Lo incierto.
Pero aunque la apuesta por la amplitud puede ser exitosa, plantea una
interrogante compleja: ¿Qué disciplina podría mostrar, post marzo de 2014, una
coalición que involucre desde Alejandra Sepúlveda a Camila Vallejo? Ya una vez
Bachelet llegó al poder con la Concertación controlando las dos ramas del
Congreso y terminó con minoría en ambas. Frente a tal dilema algunos en la
oposición señalan la necesidad de un difícil equilibrio programático: una
propuesta que plantee, por una parte, una visión país de mediano plazo y, por
otra, un conjunto acotado de iniciativas para concretar durante su eventual
gobierno, cuyo apoyo todos comprometerían. Algo así como la promesa de «avanzar
a la gratuidad universal» en educación como meta, y un compromiso más
específico de asegurársela a determinados sectores en los próximos cuatro años.
La fórmula parece atractiva, pero su aterrizaje no garantiza ausencia de
problemas: es dudoso que un programa pueda anticipar la variedad de desafíos
que la realidad depara a un Gobierno; por ello, ni siquiera un consenso total
respecto de un paquete de medidas por impulsar garantiza estabilidad a una
coalición.
Para la Alianza,
el próximo Congreso supone riesgos que sus máximos dirigentes han señalado
explícitamente, llamando a «defender» los quórums. Contra ese objetivo se alzan
las dificultades para conformar duplas atractivas en todos los Distritos y Circunscripciones,
y errores tardíamente asumidos, como el no haber aprovechado el capital
político y la popularidad acumulados por algunos miembros del Gabinete... lo
que parcialmente se ha intentado corregir, explorando una cuestionada
interpretación sobre el carácter o no de Ministro del titular de Cultura. El
sector aún tiene algún tiempo para conformar una plantilla fuerte; si no lo
logra es mucho lo que se juega: el impacto del movimiento estudiantil
(reflejado, por ejemplo, en la acusación a Beyer) y las interpretaciones al
fenómeno del descontento están haciendo de la campaña ya en marcha una de las
contiendas más ideológicas de las últimas décadas, donde se enfrentan desde las
demandas por un cambio Constitucional radical hasta concepciones básicas
respecto del rol del Estado o los pretendidos «derechos universales».
Inevitablemente, el Parlamento será el escenario central para zanjar esos
debates.
Voracidad tributaria.
El inicio de la carrera Presidencial
se dio con la llegada a Chile de la precandidata PS-PPD, Michelle Bachelet. A
menos de un mes de su arribo, ella, los demás precandidatos del bloque opositor
y sus dirigentes ya anuncian que su programa contendría un importante aumento
de impuestos -se habla de cifras cercanas a 5 mil millones de dólares- para financiar
la expansión del gasto Fiscal en educación y otros rubros.
Sorprende la popularidad
que las propuestas de alzas tributarias parecen haber adquirido en Chile. En
otros países, no es frecuente que un candidato Presidencial se sienta inclinado
a iniciar su campaña dando a conocer el costo de la cuenta que pretende
pasarles a sus conciudadanos. Suele observarse más bien lo contrario, esto es,
que los candidatos hagan gala de sus promesas, antes de hacer saber cuánto
costarían ellas. La afición por las alzas de impuestos no reconoce siquiera
domicilio político: el actual Gobierno -cuyas autoridades y Parlamentarios
habían sido, desde la oposición, campeones en la resistencia contra esas
alzas-, el año pasado propuso e hizo aprobar un incremento tributario sin
justificación convincente.
Transparentar que las
buenas intenciones tienen costos puede ser una positiva señal de madurez,
realismo económico y seriedad fiscal. Pero preocupa que no se advierta con
igual claridad que las alzas de impuestos no son gratuitas, que dañan los
bolsillos de las personas y los incentivos para emprender, ahorrar y, en
definitiva, hacer crecer al país. Considerar esos costos hace que el primer
interrogante a responder sea en qué y cómo se proponen los distintos programas
de Gobierno invertir los recursos que se recaudan de las personas naturales y
jurídicas, tanto con las actuales tasas de impuestos como con las
modificaciones que proponen. Extraer dinero de los contribuyentes para
invertirlo mal es, obviamente, una pérdida neta para el país.
Una saludable mezcla de
buen comportamiento y buena suerte hace que el Estado sea hoy en Chile más rico
que nunca en su historia. La recaudación anual de impuestos supera los 50 mil
millones de dólares y, según ha calculado el centro de estudios Libertad y
Desarrollo, ella se ha incrementado en 11 mil millones desde 2008 solo por
efecto del crecimiento económico y la menor evasión. No hay déficit Fiscal, la
deuda pública es insignificante, hay más de 30 mil millones de dólares
ahorrados en los fondos fiscales, y Codelco, el principal activo del Estado,
vale varios miles de millones de dólares. Aun así puede ser interesante para
los especialistas debatir si conviene modificar tal o cual norma tributaria, si
para contar a futuro con recursos suficientes, en la eventualidad de una caída
del cobre, conviene o no ajustar determinados tributos. Pero para cualquier
observador externo parece obvio que no están allí los principales problemas del
Chile de hoy.
Hay grandes retos que
enfrentar. Para seguir creciendo, Chile habrá de invertir más, ahorrar más y
mejorar su productividad. Para volverse una sociedad más justa, habrá de
mejorar la calidad de la educación y la salud, así como fortalecer los
programas de protección social. Para vivir mejor, habrá que avanzar en mayor
seguridad ciudadana, mejores espacios públicos y cuidado del medio ambiente. De
los candidatos se espera que aporten ideas prácticas sobre cómo encarar esos
desafíos. Eso puede o no implicar alzas de impuestos, y está bien que ellas
sean advertidas, con la debida consideración de sus efectos adversos sobre el
empleo y el crecimiento económico. La mera voracidad tributaria no responde a
la pregunta. Al contrario, deja la sensación de que la propuesta de gran
reforma tributaria parece una manera de evadir la discusión de fondo.
Pueblos bien informados
dificilmente son
engañados.