Nunca antes, nunca más,
por Gonzalo Rojas.
Nunca antes de septiembre de 1973 hubo en Chile
una reacción tan decisiva frente a un Gobierno. Varias habían sido las
ocasiones anteriores en que fuerzas opositoras habían enfrentado al poder Presidencial
y lo habían derribado: los estanqueros, pelucones y o'higginistas frente a
Pinto en 1829; los Congresistas frente a Balmaceda en 1891; los militares
jóvenes frente a Alessandri, en 1924. Pero si se leen los documentos que
fundamentaban esas acciones, en ninguno de los tres casos estamos delante de
una auténtica rebelión: los sublevados solo invocaron la violación de la
Constitución y de las Leyes, la grave situación económica o la corrupción de
los poderosos.
El 11 de septiembre de 1973 es otra cosa: por
primera y única vez en la historia de Chile, se invoca el derecho de rebelión
"para deponer al gobierno ilegítimo, inmoral y no representativo del gran
sentir nacional".
Algún profesor universitario -uno de esos
iconoclastas que todo lo festinan- sostiene ahora que el argumento fue
elaborado en la Facultad de Derecho de la Universidad Católica, como si eso
invalidara su racionalidad. Qué más da lo que incomode a ese activista, o qué
más da quién redactó en realidad el Bando Nº 5; lo importante es que el texto
clave del 11 de septiembre específica y fundamenta la acción decisiva:
"Destituir al Gobierno que, aunque inicialmente legítimo, ha caído en la
ilegitimidad flagrante".
Nunca antes se había usado ese lenguaje. Es que
tampoco, nunca antes, Chile había enfrentado una amenaza que tocara tan a fondo
la fibra nacional.
La rebelión -el derecho de rebelión- comenzó a
ejercerse con anterioridad a la llegada de Allende al poder, porque ya se
contaba con todas las señales que activan la sana intuición de los pueblos
libres. La legítima defensa, antes que un tratado académico, es una adrenalina
que brota del intestino del alma. Se la ejerce cuando no queda otra opción,
cuando la disyuntiva es morir aplastado o tratar de sobrevivir, aun a costa de
innombrables sacrificios.
Dicen que fueron la CIA y el gran capital
quienes activaron ese rechazo. No tienen ni idea -no quieren tenerla, porque
escapa a su lógica determinista- cómo se rebela la persona humana ante los
intentos de opresión, ante la evidente puesta en práctica de un proyecto
totalitario, apoyado en una ideología criminal y sustentado en partidos
militarizados, dispuestos a matar y morir.
Ni siquiera fue la pura Guerra Fría. Fue algo
mucho más simple: el espíritu indomable de sobrevivencia de chilenos libres
-dueñas de casa, mineros, profesionales, estudiantes, transportistas,
comerciantes, empleados, agricultores-. Ellos comenzaron una rebelión que, sin
la acción final de las Fuerzas Armadas y de Orden, quizás habría fracasado ante
la pertinacia de las fuerzas militarizadas que enfrentaban.
¿Suena a batalla de película en blanco y negro?
Sí, lo fue. Fue una auténtica rebelión ciudadana frente a una agresión
partidista. Fue una batalla épica. Por eso hay que decir: nunca más.
Nunca más debemos los chilenos permitir que
avance un proyecto cuyas raíces filosóficas e históricas, cuyos frutos remotos
y recientes dan cuenta de una agresión tan radical al ser nacional, a la vida
suya y mía, diaria, normal, sencilla, desprovista de odios.
Nunca más debemos permitir que ese mal se
desarrolle, porque no habrá seguridad alguna de poder rebelarnos de nuevo
legítimamente contra él. Y aunque se lograra, ya sabemos cómo sufrió una vez
esta tierra como para repetir la experiencia, ciertamente aumentada.
Y, mucho menos, habrá derecho alguno a pedirles
a las Fuerzas Armadas y de Orden un nuevo sacrificio, aunque gustosas lo
repetirían por Chile.
Cambio, pero ¿de quién?,
por Orlando Sáenz.
Como todo mi entorno sabe que hace ocho años no
solo voté por la señora Bachelet, sino que colaboré económicamente en la
campaña de alguno de los candidatos a Parlamentario que la acompañaban, con
frecuencia me enfrento a la pregunta de por qué ahora descalifico
terminantemente su nueva candidatura Presidencial. Es la contundencia de mis
razones la que me mueve a expresarlas por escrito y a someterlas a público
escrutinio.
Muchos años de observación me han enseñado que
los Presidentes de Chile se pueden clasificar en dos tipos muy diferentes: los
que son simples mascarones de proa de la base política que los llevó a La
Moneda y los, muchos más raros, que Gobiernan según sus propias convicciones y
que son capaces de limitar drásticamente la influencia de su base política en
la acción Gubernativa. La señora Bachelet pertenece, casi arquetípicamente, a
la primera categoría.
Y ocurre que la base política que hoy apoya su
candidatura es sustancialmente distinta de la que la entronizó hace ocho años.
El 2009 todavía existía la Concertación de Partidos por la Democracia y su
centro de gravedad lo marcaba una Democracia Cristiana vigorosa y definida en
torno a la doctrina social de la Iglesia y un socialismo no marxista
evolucionado y moderno, completamente ajeno al sectarismo extremista que
arrastró al abismo al Gobierno de Salvador Allende. Era el socialismo humanista
de Ricardo Lagos y Camilo Escalona, a años luz del actual de Andrade. Hoy, el
centro de gravedad de la base política de la señora Bachelet está situado entre
el fosilizado Partido Comunista de siempre y un socialismo en regresión al
marxismo populista. En suma, la llamada Nueva Mayoría no es para nada la
Concertación más el Partido Comunista, como le gusta definirse, sino que es la
Unidad Popular más lo que queda de una Democracia Cristiana olvidada de sus
principios y del papel que jugó hace cuarenta años. Y la señora Bachelet,
experta profesional en socializar las ideas de sus cambiantes entornos, ya
refleja en sus demagógicos discursos el abismal cambio en su base política.
Mi segunda razón compete a las falencias
personales que demostró la señora Bachelet en su anterior administración. Como
pienso que el próximo período Presidencial será pródigo en situaciones
críticas, como profetizan los nubarrones económicos, políticos, sociales e
internacionales que asoman en el horizonte, me he fijado mucho en la capacidad
de reacción en situaciones de este tipo que pudieran exhibir las distintas
opciones Presidenciales. La candidata Bachelet enfrentó dos decisiones críticas
en su Gobierno anterior y en las dos fracasó estrepitosamente.
Cuando, recién iniciado su mandato, tuvo en sus
manos todos los antecedentes para darse cuenta de que proseguir con la
implementación del Transantiago en los términos que estaba proyectado
conduciría a un desastre económico y ético sin precedentes en la historia de
Chile, no tuvo ni el juicio ni el valor político para retroceder a tiempo en
algo obviamente mal proyectado. Su decisión, la más cómoda pero la peor, ha
significado el despilfarro de más de seis mil millones de dólares, cifra tan
enorme que se puede comparar con la necesaria para financiar cualquiera de las
reformas educacionales que se barajan. Con seis mil millones de dólares se
habrían podido construir 60 mil buenas viviendas sociales de UF 2 mil, o un sinnúmero
de hospitales, escuelas y comisarías. Pero más que el daño económico de esa
enorme suma, es el daño cívico y moral que emana del Transantiago: ¿Por qué
todos los chilenos tienen que subsidiarles el transporte público a los
santiaguinos y nada más que a ellos?, ¿por qué, todavía peor, ese subsidio
discriminatorio se destina a darles transporte gratis al 20% de los frescos que
ni siquiera aportan el costo subsidiado de un mal servicio? Esos interrogantes
hacen pensar en el derecho moral que tiene para exigir nuevos tributos alguien
que dilapidó de tal manera los que tuvo a su disposición en el pasado.
La segunda crisis a que he aludido fue la
planteada por el terremoto y maremoto en las postrimerías de su deslavado
mandato. Sobre las falencias de conducción de ese aciago día se ha dicho tanto
que creo que es mejor tender un velo de pudor sobre lo que ya es un clásico de
la chambonería y falta de liderazgo de un Gobierno ante una emergencia. Por eso
es que la ulterior partida al extranjero de la ya por entonces ex Mandataria
más pareció una fuga que otra cosa. Porque el pretexto del vacuo cargo que le
inventó Naciones Unidas no logra, ciertamente, encubrir la evasión de
responsabilidad política que significó esa partida.
En las condiciones señaladas, ¿se puede confiar
en la señora Bachelet para contener los desmanes de "la calle", o el
terrorismo mapuche, o la delincuencia rampante?, ¿se puede confiar en su
conducción económica sensata en una época de inevitable contracción como la que
se avecina? Yo no puedo, pese a toda mi buena voluntad.
Con todo, la pregunta importante no es si la
señora Michelle Bachelet merece un segundo mandato. La pregunta importante y
trascendente es si el desconcertado y ofuscado Chile de hoy se merece algo
mejor que ella.
A 40 años del quiebre institucional,
por Claudio Arqueros.
A pesar de que por estos días se ha señalado
que “no es justo hablar del golpe de Estado como un destino fatal inevitable”,
nadie puede dejar de reconocer que, hace 40 años, Chile había llegado a una
situación de desborde institucional e intolerancia que había sido provocado
fundamentalmente por la UP. En ese contexto, la acción militar era fácticamente
ineludible.
El mismo Patricio Aylwin, en entrevista poco
después del 11 de septiembre de 1973, afirmaba: “La destrucción institucional a
la que había llevado el Gobierno de Allende al país provocó un grado de
desesperación y angustia colectivo que precipitaron el pronunciamiento de las
fuerzas armadas (…) En esas circunstancias, creemos que la intervención de las
fuerzas armadas se adelantó a ese riesgo para salvar al país de caer en una
guerra civil o en una tiranía comunista”. Sus palabras contextualizan la crisis
y dan cuenta de que no es justo hablar de la acción militar desde la teoría de
las diversas salidas posibles, ya que las opciones en la historia se dan en un
marco contingente y no en abstracto.
Hoy, a 40 años, es fácil afirmar que el quiebre
podría haberse evitado y que lo ideal habría sido un mayor esfuerzo por
impedirlo. Pero nada de eso ocurrió y no fue por responsabilidad de las FF.AA.
o de la inmensa mayoría del país que deseaba la salida de Allende y el término
de su proyecto totalitario. Entonces, ¿por qué no hubo una salida diferente?
¿Qué llevó a la polarización de la sociedad? ¿Qué impidió que la UP hiciera
esfuerzos reales por buscar una solución que no pasara por el enfrentamiento?
La promesa de la política de lograr una convivencia sana en la diferencia se
rompió debido a la ideología del odio que se venía predicando y practicando
desde hacía décadas por los partidos marxistas. Las injustificables violaciones
a los derechos humanos fueron un reflejo de ese odio que se había gestado en el
país, pero que ciertamente no comenzó ese 11 de septiembre.
El proyecto de la UP utilizó la vía electoral
únicamente como un medio más para su revolución socialista que buscaba el poder
total. Así lo acreditan múltiples intervenciones del Presidente Allende, como
la declaración de los dirigentes del PS (El Mercurio 28/2/1967), la entrevista
a R. Debray (Punto Final 16/3/1971) o su primer mensaje al Congreso Pleno en
1971.
Todo fenómeno se debe conocer por sus causas;
de lo contrario, no habrá nunca conciencia profunda y real. En esta hora de balances
y reflexiones, no es justo olvidar qué motivó el quiebre institucional y cuál
fue la responsabilidad de quienes sustentaron una ideología hegemónica
articulada sobre el odio y la lucha de clases.
Causas y efectos,
por Mario Montes.
Durante los últimos 30 días hemos sido testigos
del “bombardeo” de imágenes unilaterales, que descontextualizando los sucesos
han pretendido mostrar una inmensa ferocidad del Gobierno Militar intentando
señalar que no habían causas para esa violencia.
Desde mediados del Gobierno de Eduardo Frei
Montalva, periodo en que el MIR comenzó sus “expropiaciones revolucionarias”
para financiar sus actividades, los partidos comunistas y socialistas, más una
fracción ultrista de los radicales, exacerbaron la siembra de odios sociales.
Con la llegada de Allende al poder la violencia
creció a niveles intolerables, los grupos extremistas de izquierda eran
amparados y financiados, cuándo no dirigidos, desde La Moneda, se comenzó a
intimidar a los adversarios y se trató de apabullar a los opositores por el
hambre.
En un ambiente de ilegalidades y de pisoteo a
la Constitución, por parte del oficialismo, con una polarización insoportable,
que convirtió a los adversarios en enemigos, y con una ciudadanía desesperada a
la que se le negaba la alimentación para sus hijos llegó el 11 de septiembre.
Con ese ambiente, un Golpe de Estado, promovido
por los opositores y fomentado por las ilegalidades de quienes Gobernaban, no era esperable que el
Pronunciamiento fuese incruento ni que los odios se aplacaran con facilidad y
sin la existencia de abusos.
No pretendemos justificar las trasgresiones a
los derechos humanos, pero, creemos que es imprescindible reconocer que estos
actos fueron cometidos por ambos lados que se encontraban en el conflicto y que
las víctimas de ambos se respeten y reconozcan por igual.
Los detenidos, e incluso una parte importante
de los fallecidos, no eran blancas palomas que estaban repartiendo caramelos en
las esquinas, tampoco quienes debieron reprimirlos y enfrentarlos son los
criminales que nos quieren presentar interesadamente algunos.
Nos parece irracional que se hable de verdad y “justicia”
en circunstancias que es claro que la verdad se está acomodando para beneficiar
a algunos y que la justicia es negada por completo a uno los sectores que estuvo involucrado en esta
dolorosa contingencia.
Creemos que tampoco es real que se hable de
reconciliación cuándo se manipula la historia para deificar al peor Gobernante
que ha tenido Chile en su historia y se intente demonizar a quienes debieron
reconstruir el país y enfrentar una agresión terrorista digitada desde el
exterior.
La historia es cíclica… si queremos,
por Benjamín Lagos.
Una teoría en filosofía de la historia es la
del napolitano Giambattista Vico (1668-1744), según la cual la historia se
compone de ciclos. Difiere así de la clásica concepción lineal, de raíz
iluminista, que, esperanzada en la evolución de las sociedades en base a la
sujeción de la fuerza bruta a la razón, suponía que la humanidad se encaminaba
a un progreso indefinido. La teoría de Vico, casi coetánea al auge de la
Ilustración, no comparte tan exaltado entusiasmo, sino que alberga la noción de
que la historia es un corsi e ricorsi (curso y re-curso), un retorno cíclico de
épocas de avances y de retrocesos, vista cada una desde una perspectiva nueva y
diferente a la anterior: no se trata de partir de cero, sino desde un estadio
superior, pero con patrones que se repiten.
Sin duda, en esa teoría hay algo de
determinismo: que los hombres reunidos en sociedad no pueden forjar su destino
sino al alero de una ley histórica que los dirige. Idea dominante en el actual
debate público, que dicta que “porque los tiempos han cambiado”, “hay que”
adoptar cierta decisión; elegida, claro, a gusto de quien así argumenta.
En efecto, el hombre en tanto ser libre, traza
el curso de su vida, y en tanto ser racional, tiende naturalmente a procesar
las experiencias evitando cometer los errores del pasado. De ahí sus evidentes
progresos, por ejemplo, en la creación de riqueza, la ciencia y la técnica, y
el que muchos Estados se hayan ido dando formas de Gobierno cada vez más
estables, participativas y sometidas a control. La historia humana ha
demostrado que los ciclos históricos presagiados pueden no cumplirse.
Sin embargo, hay hechos que parecen confirmar
el corsi e recorsi. Precisamente en nuestra historia patria, pareciera que los
chilenos en varias ocasiones no han resistido una especie de viraje histórico
que los entrega a enfrentamientos periódicos a menudo cruentos. Chile, desde su
independencia, ha transitado cada aproximadamente 40 años por crisis políticas
severas: las revoluciones de 1851 y 1859 contra el Gobierno del Presidente
Manuel Montt; la guerra civil de 1891; la inestabilidad política culminada en
la breve República Socialista en 1932, y, por último, el quiebre de la
institucionalidad en 1973.
Todo indica que en los días presentes, cuando
se habla de quiebre, asambleas, cambio de estructuras y de una supuesta pérdida
de legitimidad del sistema político y económico y de sus normas fundantes, el
país consiente o ignora que se la está conduciendo a otra de estas rupturas, la
cual, al margen de sus dimensiones, puede dejar heridas tan dolorosas en la
convivencia nacional como sus predecesoras.
Justamente para evitar estos designios
históricos es que, tras la crisis de 1973 y durante un régimen autoritario, se
concibió y redactó la Constitución Política de 1980. Dicha norma jurídica, al
tiempo que entrega una determinada concepción sobre el hombre y la sociedad
reconociendo derechos y libertades y estableciendo la orgánica del poder
público, edifica mecanismos de protección para evitar que el orden
institucional, como sucedió con el anterior de 1925, se desmorone: quórums más
que mayoritarios para la reforma de la Carta Fundamental y sus normas legales
complementarias, así como un Tribunal Constitucional.
Pero un sistema institucional, por bien
diseñado que esté, no se basta a sí mismo para permanecer, aun siendo su
propósito. En una democracia, requiere asimismo de la legitimidad que da su
defensa pública. El problema fue que los actores políticos y sociales, quienes
tenían el deber de defender esta plataforma, por su acción u omisión –sobre
todo esta última– no lo hicieron, abandonándola a corrientes de opinión que hoy
exacerban sus defectos, callan sus virtudes y promueven falazmente su
destrucción.
La confrontación, además, se ha agudizado
durante este simbólico mes de septiembre, mediante un lenguaje duro, más de
división que de amistad cívica, que ha incluido imputaciones a personas
determinadas y a sectores completos de la opinión pública, aumentándose la
tensión y la incertidumbre sobre la paz social. Si bien dicho cariz nace en
parte del natural y evidente dolor por las trágicas situaciones de violencia
acaecidas, no se asume la responsabilidad del clima que tales declaraciones
crean en la sociedad, retrotrayéndose la convivencia nacional a un momento
histórico que en términos institucionales y económico-sociales no corresponde
al Chile actual, el que, si bien con tareas pendientes, no cree en la ruptura
política y confía en la iniciativa individual más que en el igualitarismo como
herramienta de progreso (encuesta CEP julio-agosto 2013).
Todo indicaría entonces que, pese a la armazón
jurídica y debido a la persistencia, a menudo interesada, de nuestros
desencuentros, el país está en vías de sucumbir nuevamente al corsi e recorsi.
Pero, como señalamos, no hay ley histórica que
rija las actuaciones de los miembros de una sociedad cuando esta, y citando a
otro filósofo de la historia, Arnold Toynbee, está dispuesta a superar los
desafíos que se le presentan en su camino al crecimiento y prosperidad,
largamente anhelados. Los desafíos deben siempre emprenderse en base a la
experiencia y no ignorándola; de lo contrario se pavimenta el camino del
determinismo. El imperativo es, entonces, reformar aquellos defectos de las
instituciones para que podamos conservar lo útil de estas y así hacerse cargo
en paz de las legítimas aspiraciones de las mayorías, ajenas a los encarnizados
debates de la élite política. En un agitado septiembre de conmemoraciones,
Chile debe cuidar lo alcanzado y seguir hacia la meta. Lejos de atarnos a
supuestos ciclos, nuestra historia puede ser distinta.
Nuestro día de reflexión de ayer.
Ayer, como lo hacemos desde hace cuarenta años,
hicimos un brindis en homenaje a aquellos que pusieron fin al proyecto
totalitario de Salvador Allende y rezamos por las víctimas, de ambos bandos,
caídos en la conflagración política gatillada por la siembra de odios que
desató la izquierda chilena.
Sin duda alguna fue una jornada de claro
obscuros, pues, a la alegría de haber recuperado las libertades amenazadas y de
un laborioso proceso de reconstrucción, adicionamos el dolor por las víctimas,
civiles y uniformadas, que dejó la conflagración digitada por la
irresponsabilidad y el sectarismo de la clase política.
Una conclusión, que nos parece necesaria, es
que nunca más debemos aceptar que políticos oportunistas y populistas puedan
dividir a la ciudadanía en bandos irreconciliables ni que fomenten la violencia
como una manera de hacerse con el poder o de mantenerse en las más altas
Magistraturas.
Dicho lo anterior, y porque no queremos repetir
historias dolorosas ni volver a pagar las altas cuentas que hemos pagado los
chilenos, nunca más debemos acertar que nuestra historia sea falseada por
aquellos que quieren obtener dividendos políticos o beneficios espurios en lo
económico.
Terminando el día, elevamos nuestras oraciones
al Altísimo porque de a nuestro país la necesaria sabiduría y la voluntad de
terminar con las divisiones y odiosidades que nos permitan lograr una
reconciliación que nos lleve a volver a sendas progresistas que permitan que leguemos
un mejor país a las nuevas generaciones.
Correspondencia destacada.
Señor Director:
Ricardo Lagos.
Leo en “La Segunda” que Ricardo Lagos E.
defiende el gobierno de Allende porque funcionaban el Congreso y los
Tribunales, aunque la ruina económica y política a que llevó al país era tan
evidente, que hizo necesario e inevitable destituirlo. No basta con que el
Congreso funcione si se lleva al país a un desastre. En cuanto a la famosa
comparación de errores con horrores, bastante simplista, debe saber el señor Lagos
que el que siembra vientos cosecha tempestades.
Todo esto es contradictorio con el mismo Gobierno
de Lagos, en el que se esmeró en actuar con cierta prudencia económica y
política, para confirmar que no era otro Allende.
Manuel Blanco Vidal.
Saludo de la Redacción:
Amigos y amigas, estos últimos días cargados de
odiosidades, de una gran violencia psicológica de aquellos que se sienten
moralmente superiores, de imágenes sesgadas y versiones unilaterales nos han
dejado con un agotamiento moral y físico inmenso.
Lo anterior, sumado al desagrado de escuchar a
algunos que se hacen los de las chacras con lo que sucedió, que dicen no haber
sabido, y de solicitudes de perdón
inmorales, además de arrepentimientos convenientes, nos lleva a la
necesidad de tomarnos unos días de descanso y desintoxicación.
Pueblos bien informados
difícilmente son engañados.