Arrepentidos
de haber permitido que nos engañara,
por Mario Montes.
Pocas personas en Chile pueden hablar de
atributos morales del Presidente Sebastián Piñera, al que una buena parte de la
ciudadanía considera un sujeto deshonesto, poco transparente, muy poco
confiable y escasamente creíble.
Nosotros, quizás influidos por el deseo de la
mayoría de los chilenos de deshacernos de la corrupta concertación, le creímos
y pensamos que honraría su palabra, lamentablemente nos equivocamos y fuimos
engañados.
Fuimos testigos de la promesa de Justicia que
Piñera hizo a los uniformados retirados, de su compromiso de que se cumplirían
Leyes como la amnistía vigente y las prescripciones que establece la Legislación.
Fue uno de los motivos para que votaremos por
él, como lo hicieron millares de personas, lo hicimos venciendo la sensación de
asco que nos provocaba, pero, esperando que pusiera fin a la miserable venganza
izquierdista.
La decisión de Piñera de cerrar el Penal
Cordillera es una puñalada por la espalda a nuestra historia reciente, vil
mente falseada por los zurdos, e implica la entronización de la mentira y de
una inhumana injusticia.
Piñera, y algunos de sus adláteres, traidores a
quienes les llevaron al poder, se han transformado en cómplices, si es que no
en promotores, del engaño al que se somete al país y en adalides de la
izquierda terrorista.
Nuestra decepción se transforma en ira al
constatar que el Mandatario, que no conoce en recinto, haya tomado una decisión
en la que “compra” las mentiras del
extremismo que creen que tener acceso a la televisión es un privilegio.
No nos cabe duda que esta acción de Piñera está
motivada por su intención de volver a La Moneda el año 2017, oportunidad en la
que este miserable no contará con nuestro sufragio porque no es confiable.
Video: las
promesas que no cumplió Piñera:
Persecución a
destacados profesores
por Gonzalo
Rojas Sánchez.
La igualdad, cuando es elevada a categoría de
norma absoluta, deviene a muy corto plazo en criterio de persecución.
¿Por qué? Muy sencillo: solo son iguales los
que la ideología dominante califica como tales. Los demás son considerados
explotadores, discriminadores, violadores y criminales. En consecuencia, hay
que descubrirlos, denunciarlos y eliminarlos.
Es Orwell una vez más. Volver a Orwell, una y
otra vez, parece majadería, pero, ¿quién duda de que hay algunas repeticiones
que purifican, que salvan? ¿No consiste acaso la sabiduría en esa recurrencia a
unas pocas ideas madres? Y Orwell mostró la radical injusticia de la radical
igualdad.
No es solo un tema de la Barcelona del 37 o de
la URSS de Stalin. Es cuestión de cada ambiente en que los igualitaristas —los
socialistas— logran la hegemonía, capturan de hecho una institución y la
someten a sus procedimientos niveladores. Se acaban ahí la democracia y la
participación, tan cacareadas mientras eran opositores. Con la típica soberbia
del iluminado, despliegan entonces el aparato persecutorio. A veces desde el
poder formal, otras desde el poder fáctico. Pero siempre, al fin de cuentas,
desde el poder revestido con las consignas de la igualdad, aunque pletórico de
injusticia.
Durante meses, un grupo de profesores del
Departamento de Castellano de la Universidad Metropolitana de Ciencias de la
Educación no ha podido entrar a sus oficinas; tampoco han podido enseñar, a
pesar de sus altas cualificaciones científicas y pedagógicas, y —como si todo
lo anterior fuera poco— han sido perseguidos y hostigados mediante murales y
panfletos, a través de acusaciones formales y veladas.
¿Cuánto pueden aguantar unas profesoras y
profesores universitarios que han consagrado sus vidas a la literatura, a la
filología o a la gramática? ¿Pueden soportar meses y años de griteríos y de
amenazas, de descalificaciones y de insultos? ¿No es frustrante que sus
agresores sean unos supuestos futuros educadores?
El temple de cada uno de aquellos profesores
terminará respondiendo a esas interrogantes, pero ese conflicto no es una
cuestión privada, como si solo implicara a unos estudiantes depredadores,
amparados en autoridades complacientes, versus una camada de heroicos
educadores que se estarían jugando solamente un prestigio personal y unas
carreras universitarias.
No; es mucho más que eso: se trata de la
libertad académica más elemental.
En la persecución de los profesores del
Departamento de Castellano de la UMCE estamos implicados todos; los que ya
hemos sufrido la agresión de ciertas federaciones de estudiantes y los que,
amparados en distancias físicas —cotas, las llamó un divulgador—, creen estar a
salvo de peligros extremos.
Recuerdo a ese profesor amigo que me aconsejaba
no contradecir la institución de la objeción de conciencia porque —afirmaba—
“ya tendrás que invocarla tú.”
Qué iluso. Pensaba ese buen sujeto que los
igualitaristas depredadores iban a respetar el derecho a la legítima
diferencia. Bueno sería que se reuniera personalmente con los perseguidos
profesores de la UMCE: comprobaría a través de sus testimonios cómo la
injusticia se disfraza de igualdad, cómo la manía persecutoria pretende
justificarse con ropajes de exigencia académica.
El caso UMCE no es el primero ni será el
último. Vienen tiempos difíciles para los universitarios genuinos, tiempos en
que solo los coherentes y perseverantes lograrán ser dignos.
A los demás, a los que pretendan acomodarse
para sobrevivir, a esos, se los llevará la historia. Y quizás no haya ni
siquiera historiadores que puedan registrar una cosa u otra.